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Hijo del Perro Aguayo: ‘Sin límite de tiempo’

Vaya pues, Perrito: No quisiste dejar el ring, y te lo llevaste.

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Escrito en OPINIÓN el

De pronto las luces se hacían tenues, casi la obscuridad. La multitud, como si se hubiera puesto de acuerdo, guardaba silencio porque algo importante habría de ocurrir… Y más: Por unos segundos se obscurecía de forma total la arena y… súbito, con potentes luces, se iluminaba el ring. El templo mayor; el escenario fatal de lo que se fraguaba; el lugar sin límites –parafraseando a José Donoso-.

 

Al tiempo se iluminaba el pasillo que corría hacia el encordado y uno a uno aparecían los gladiadores a quienes la multitud en la Arena México o en la Coliseo, como en un solo rugido aplaudía o chiflaba: En pro o en contra, el amigo o el enemigo, el héroe o el villano. Definitivo, sin cambio de hoja: Los buenos contra los malos, los rudos contra los técnicos, la ilusión del triunfo individual puesto en la máscara o cabellera de los ídolos luchadores que habrían de ofrecer el ritual de la confrontación en el que ganaría el más fuerte, el más sagaz, el más inteligente, el más aguantador y el que se hiciera del cariño del público, o del odio total del público. Lo mismo da, odio y amor, juntos, frente a frente, sin límite de tiempo.

 

…Ahí estaban los grandes de la lucha libre mexicana: Los súper héroes inolvidables, ejemplo de fortaleza y destreza a seguir: Santo, El enmascarado de Plata –y estrella de cine, acompañado casi siempre por Lorena Velázquez-, Blue Demon, El Médico Asesino; Gori Guerrero; Tarzán López; Cavernario Galindo; Bobby Bonales; René ‘Copetes’ Guajardo; Karloff Lagarde, Ray Mendoza; El Vampiro  canadiense; Murciélago Velázquez; Black Shadow

 

Aquello fue por los cincuenta, momento de auge y consolidación de la lucha libre mexicana como espectáculo de masas, con extensiones en radio, televisión y cine. Aquel espectáculo que había comenzado en México en 1863 –durante la Intervención Francesa- cuando Enrique Ugartechea desarrollo la lucha libre mexicana a partir de la lucha grecorromana…

 

O cuando en 1910 ingresa a México el italiano Giovanni Relesevich con su compañía de teatro al mismo tiempo que Antonio Fournier viene al Teatro Colón; vienen también luchadores: Conde Koma y Nabutaka. Para efectos de espectáculo y negocio se creó una confrontación entre ambas empresas, con todo éxito… Y de ahí en adelante para que el 21 de septiembre de 1933 Salvador Lutherot González, oriundo de Colotlán, Jalisco, fundara la Empresa Mexicana de Lucha Libre…

 

En realidad la lucha libre calaba fuerte en México. Sobre todo entre las clases populares. Sobre todo porque era una forma de sentirse parte de una confrontación en la que cada uno se descubría y cada uno estaba bajo la piel de aquellas máscaras inauditas.

 

El mundo –nuestro mundo niño- dejaba de respirar cuando anunciaban un pleito “máscara contra cabellera” y en el que el vencedor arrancaría la parte emblemática del adversario. Era la ofrenda para los dioses de la lucha libre: El público ferozmente entregado a su ídolo. El que perdía la cabellera tendría que mostrar la testa, no había problema, se recuperaría; pero el que perdía la máscara estaba a punto de perder la carrera misma, porque la máscara, que generaba incógnitas y misterio, dejaba de serlo: algunos trascendieron luego de esta fatal pérdida; muchos no: estos se perdieron en el panteón de los luchadores desenmascarados.

 

Si aquel espectáculo era de alguna manera cierto y las confrontas exhibían técnica, inteligencia, dinamismo y capacidad de aguante, luego –con el paso del tiempo- se convirtió en un espectáculo de luz y sonido en el que aún se mantienen las virtudes de origen pero también una especie de ballet dramático de colores, brillantes máscaras novedosas y trajes de fulgor extraño. Y el público se volvió heterogéneo…   

 

Hoy la lucha libre mexicana es un espectáculo que nos identifica en el extranjero. Las máscaras. La fortaleza. La virilidad. El caer y levantarse. El surcar los aires y volar, para caer en otro luchador que también quiere ser el vencedor público aunque los enemigos en el ring no son los enemigos de la vida privada: Casi siempre son amigos, un poco como lo descubre José Emilio Pacheco en “El principio del placer”. Cuando vienen extranjeros quieren ir a ver el espectáculo mexicano y el gran souvenir es una máscara mexicana de lucha libre…

 

Todo importa. Nada importa. Porque a fin de cuentas el espectáculo de la lucha libre también puede ser una tragedia. Ha sido una tragedia antes. Han muerto en el ring algunos de quienes la practicaban: Oro se desvaneció a un golpe en el pecho de su rival Kahoz; o como cuando en febrero de 2012 Cometa Tapatío enfrentó a Black Sicho y murió por daño en las cervicales; o como cuando Sangre India en 1979 se golpeó la nuca contra una butaca…

 

La madrugada del 21 de marzo pasado murió en el ring El Hijo del Perro Aguayo. El joven luchador heredero del nombre de su padre y orgulloso de su padre de quien quiso seguir el ejemplo y ser dinastía. Lo fue.

 

Pero unos minutos bastaron para terminar una lucha sin límite de tiempo. Murió abrazado a las cuerdas del ring. No quiso soltarlas. Ellas lo protegieron de la caída última. Ambos se contuvieron y como en abrazo fatal se quisieron justo a tiempo…

 

¿Qué sigue? ¿Revisar los protocolos de seguridad? ¿Garantizar la seguridad y vida de los luchadores y del público? Todo bien…

 

…Aunque el precio que se tuvo que pagar para que todo esto se revise durante un tiempo fue la vida de El Hijo del Perro Aguayo…

 

…El héroe de la lucha libre mexicana que muy probablemente ahora estará subido en un ring y emocionado ya aplica sus llaves quebradoras, patadas voladoras, candados, caídas y levantadas  y, al final, el abrazo a sus colegas. Y es que allá, como acá, ‘el espectáculo tiene que continuar’, que se dice.

 

Vaya pues, Perrito: No quisiste dejar el ring, y te lo llevaste.

 

@joelhsantiago