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Hasta el techo: corrupción y sistema penitenciario

Porque lo ofrecen o se les solicita, las personas privadas de la libertad pagan por acceder a bienes o servicios que por derecho les corresponden. | Vianney Fernández*

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Escrito en OPINIÓN el

Las expresiones idiomáticas reflejan las aspiraciones, creencias y valores compartidos por los miembros de una comunidad. Al hablar sobre el sistema penitenciario, las frases más frecuentes —“refundir (sic) en la cárcel” o “pudrirse en prisión”— nos recuerdan lo que la comunidad espera para quienes reciben una pena privativa: vergüenza, venganza y olvido. A nombre de un colectivo, quien se expresa de esta manera alude al acuerdo tácito de otorgar poca importancia a la cotidianeidad de las prisiones en México y, en caso de que llegara a ser importante, es porque se trata de algún personaje público caído en desgracia que lo merecía.

Cuando asociamos estas convicciones a las palabras corrupción y cárceles, gestamos la idea de que los centros penitenciarios están poblados por contingentes de Duartes, Ahumadas y Chapos que viven en un encierro opulento y que cooptan para sí el entramado institucional. Sin embargo, esta idea cubre por completo una realidad atroz: la apatía por las personas privadas de la libertad es el caldo de cultivo para actos de corrupción que, lejos de comprar privilegios, hacen apenas llevadera la vida en prisión.

De acuerdo con datos de la Encuesta Nacional Privada de la Libertad (ENPOL) del INEGI, en 2016, 11% de las personas privadas de la libertad declararon haber recurrido a un soborno[1]. Porque lo ofrecen o se les solicita, las personas pagan por acceder a bienes o servicios que por derecho les corresponden —como productos de aseo personal, servicios básicos, agua potable o atención médica— y también pagan por preservar su integridad física o por productos ilegales —estupefacientes, teléfonos celulares o protección contra otras personas privadas de la libertad—.

El lucro con los bienes que les corresponden por derecho existe porque un grupo de funcionarios públicos y otras personas privadas de la libertad se han apropiado de éstos para obtener un beneficio propio. Los bienes no legales están disponibles a causa de las complicidades —forzadas, la mayoría de las veces— que incentivan su distribución entre los internos.

Ante esta situación, los juicios morales deben ser suspendidos pues, a diferencia de quien da una “mordida” para evadir un trámite administrativo, abstenerse de participar en este mercado negro no es una opción. Quien no participa, debe enfrentar represalias por no aceitar esta economía: el Diagnóstico Nacional del Sistema Penitenciario 2018 de CNDH registró 258 quejas por abusos por parte del personal de los centros penitenciarios —principalmente, extorsión, agresiones y abuso de autoridad—.

La corrupción en la vida diaria de las cárceles no afecta únicamente a las personas en contextos de encierro, sino a sus familiares. La ENPOL 2016 también muestra que 22% de las personas privadas de la libertad reconocieron que sus familiares debieron pagar durante sus visitas por pasar comida o ropa, acceder a visitas conyugales, ingresar al propio centro penitenciario e incluso ¡para avisar a su familiar que habían llegado a visitarlo! Los pagos se realizan, principalmente, a custodios y otros compañeros de prisión.

¿Cuánto cuesta la corrupción en las cárceles mexicanas? Según una investigación periodística de la BBC[2], el monto mensual necesario para garantizar una estancia aceptable era de 5,907 pesos de 2019. Si consideramos que el ingreso medio en México es de 6,117 pesos mensuales, cada familia con un integrante en situación de encierro requeriría de dos personas laborando: una que dedique su ingreso al sustento del hogar y otra que se encargue de pagar por la estabilidad de quien esté privado de la libertad. A largo plazo, la corrupción tiene otros costos asociados: interfiere con el derecho a la reinserción social y arrastra a la precarización a cientos de familias.

Salman Rushdie decía que los problemas son como el agua de las tormentas: ésta se acumula silenciosamente en las azoteas y pocas veces nos percatamos de su presencia… hasta que, un día, el techo se desploma sobre nuestras cabezas. Volteamos hacia nuestras cárceles únicamente cuando es evidente que la situación es insostenible —por ejemplo, con el ataque a un convoy de custodios del pasado 10 de mayo en Morelos—. El primer paso para combatir la corrupción —y otros problemas— en los centros penitenciarios consiste en no apartar la vista de su interior y reconsiderar que la pena privativa no es sinónimo de venganza, sino parte de un retorno a la vida en sociedad.

*Vianney Fernández Villagómez es economista por la UNAM, investigadora en The World Justice Project en el área de Justicia Penal desde 2018. Su área de investigación es la aplicación de la economía del comportamiento en el sistema de justicia penal; diseño y evaluación de políticas de educación, enfocadas en la reinserción social, así como en medidas para la reducción de la reincidencia delictiva. Colaboró en la elaboración de la métrica para la tortura en México y actualmente, participa en un proyecto de evaluación del sistema penal acusatorio, a once años de su implementación en el país. Ha publicado columnas de opinión al respecto en medios electrónicos. Economista de formación, tiene una maestría en Administración y Políticas Públicas por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

[1] Algunos estudios señalan que existe una tendencia natural al subreporte de actividades ilícitas. En el reporte Mexicanos frente a la Corrupción e Impunidad (2019), se estima que las personas que dijeron haber participado de un acto de corrupción son, al menos, la mitad de quienes efectivamente lo realizaron (p.27). [Dirección URL: https://bit.ly/2Sc9XLH

[2] Nájar, A. (2015). “México: ¿cuánto pagan los presos por sobrevivir a las cárceles? BBC Mundo. México:  British Broadcasting Corporation. [Dirección UIRL: https://bbc.in/2XzY3kk].