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Género, interseccionalidad y burnout

La pandemia por covid-19 también ha llevado al burnout entre mujeres. | Fernanda Salazar

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Escrito en OPINIÓN el

El pasado 10 de octubre se conmemoró el Día Mundial de la Salud Mental. Considero fundamental analizar ese tema en su relación con las dimensiones económica y laboral, con perspectiva de género e interseccionalidad.
En su artículo Interseccionalidad del género y mercado de trabajo postfordista, Rosa Lázaro Castellanos  y  Olga Jubany Baucells  sostienen  que  la división sexual del trabajo conlleva la reproducción de desigualdades entre géneros, concretada en el hecho de que las mujeres suelen ser las principales víctimas de la desocupación, del reparto desigual de la riqueza; o suelen ser las que tienen un mayor riesgo a caer en la pobreza y precariedad. La pandemia por covid-19 ha dejado esto de manifiesto.
Añadir a esta lista de impactos desproporcionados del burnout derivado de la explotación y auto-explotación en el contexto laboral del sistema capitalista, patriarcal, es indispensable para pensar en la transformación sistémica, que reconozca y repare las violencias estructurales que pesan sobre las personas. La OMS ha incluido el burnout en su listado de padecimientos laborales que entrará en vigor en 2022. Como siempre, es importante problematizar su definición. Oficialmente, se refiere a un “síndrome derivado del estrés crónico en el lugar de trabajo que no fue gestionado con éxito”.
Una primera relación con este tema es el trabajo de cuidados no remunerado y la desigualdad sistémica que hay en estas cargas en función del género. Si antes de la pandemia en América Latina y el Caribe las mujeres ya dedicaban, según CEPAL, el triple del tiempo a trabajos de cuidado, esta brecha se incrementó con los efectos de las políticas implementadas durante covid-19.
En ese sentido, se calcula que en la región el aumento de la pobreza extrema impactará 18% más a las mujeres que a los hombres. Entre otras cosas, porque las mujeres asumen las responsabilidades del cuidado, con un impacto en su ingreso, en la estabilidad y condiciones de su empleo, en sus posibilidades de ahorro, en la calidad de vida de ellas y sus familias y en su vejez.
Es importante recordar que, en buena parte por estas mismas razones, solo el 45% de las mujeres que son madres participan en el mercado laboral. No obstante, entre las madres solteras, esta participación se eleva al 70%. Y es que esas mujeres tienen que, además de cuidar, garantizar solas el sustento mínimo para ellas y sus familias, con los impactos que eso seguramente tiene en su salud mental, física y emocional. Solo dos de cada diez madres de 15 a 49 años que son trabajadoras subordinadas y remuneradas, cuentan con las prestaciones de guardería y cuidados maternos.
Y hay otra cara de la moneda, la de mujeres que, a pesar de estar en una situación de mayor comodidad o privilegio económico y no tener la mayor carga de trabajo de cuidados, presentan burnout en el ámbito laboral.
De acuerdo con un estudio reciente publicado por McKinsey en Estados Unidos, la pandemia por covid-19 también ha llevado al burnout entre mujeres, sin estar necesariamente asociado a la maternidad. Se ha duplicado el número de quienes declaran tener más burnout que hace un año. En el 2021, el número de mujeres que consideraron dejar su trabajo o bajar el perfil de sus carreras, ha pasado de 1 en 4 a 1 en 3. Según otro estudio, “es significativa la reducción en el número de mujeres que se declara ambiciosa profesionalmente”.
En 2021, 42% de las mujeres respondieron sentirse siempre o casi siempre exhaustas, frente al 32% en 2020 (ya de por sí elevado). En 2020, la diferencia entre mujeres y hombres era de 4% y en 2021 es de 7% (cabe destacar que la brecha de género se amplió aún cuando el burnout en hombres también aumentó). 50% de mujeres que están manejando equipos han considerado renunciar.
De acuerdo con las entrevistas realizadas, las llamadas “onlys” o “double onlys”, es decir, cuando solo hay una mujer en un espacio de hombres o esa mujer además no es blanca, tienen experiencias más difíciles en el día a día, porque experimentan “un escrutinio más severo… sus éxitos y fracasos suelen ser vistos bajo microscopio y se topan con comentarios que las marginan o estereotipan”.
Otra de las entrevistas citadas, una mujer latina, afirmó: “…al inicio de la pandemia aún me pedían venir a la oficina. Tuve que decir que no. Creo que eso afectó mi carrera, porque cuando una posición se abrió después, el director en mi grupo dijo 'no podemos contar con ella, vamos con alguien más'”. Esta común y frecuente imposibilidad de establecer límites para las mujeres- derivadas en buena medida de sesgos y de condiciones materiales concretas- tiene altos costos para ellas y sus entornos (equipos de trabajo, familias o ambos).
Las “micro-agresiones” en los lugares de empleo –como el cuestionamiento constante de la experiencia, autoridad, conocimiento y juicio de las mujeres, o los comentarios sobre su salud emocional o mental, están a su vez relacionadas con las sobre exigencias vinculadas al género. Esas violencias externas derivan en violencias autoimpuestas en aras del rendimiento y el desarrollo profesional.
Desde luego, todo esto es aún peor para las mujeres negras y no blancas. Las mujeres asiáticas, por ejemplo, son el grupo que reporta menor retroalimentación positiva y son menos reconocidas como individuos, al ser frecuentemente confundidas con otras personas asiáticas en el trabajo. Si al tema racial le añadimos la orientación sexual, la identidad de género o alguna discapacidad física o psicosocial, estamos frente a un escenario demoledor para las mujeres en el trabajo.
Como lo afirman con contundencia Ruchika Tulshyan y Jodi-Ann Burey en su artículo “Stop telling women they have the imposter syndrome”, las condiciones estructurales y las relaciones dentro de espacio laboral suelen obviarse y se coloca la responsabilidad en el desempeño individual:
“El mismo sistema que retribuye la confianza de los liderazgos masculinos, aún si son incompetentes, castiga a las mujeres blancas por falta de confianza, a las mujeres no blancas por mostrar demasiada y a todas las mujeres por mostrarla en una forma que se califica como inaceptable”. Las autoras afirman que el síndrome del impostor prevalece especialmente en culturas tóxicas que valoran el individualismo y la sobrecarga laboral; para ello, los espacios inclusivos en donde las personas pueden desarrollarse plenamente -y no “arreglar” a las mujeres-, es la respuesta.
Todas estas realidades, y no solo “la gestión” a la que se refiere la OMS, están asociadas con el burnout, que debe ser más estudiado en México y en otros países de América Latina desde una perspectiva interseccional y de derechos humanos, que realmente refleje las brechas y habilite una verdadera transformación cultural, económica y laboral.