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Furia al volante

La apacibilidad de la que me jacto desaparece tan pronto me subo a un coche. | Alejandro Basave

Por
Escrito en OPINIÓN el

“Hay tres verdades incontrovertibles en la vida: la muerte, el pago de impuestos y que todas las personas creen que están en la media superior como conductores”.

-Henry Waldo B. XIII

De unos años a la fecha me considero una persona generalmente apacible. Creo que esto se debe a una mezcla entre la sensatez que otorgan los años, la reducción de estrés que me trajo la meditación diaria y, sobre todo, el profundo amor a mis dos hijas.

Con todo y eso, dicha apacibilidad de la que me jacto desaparece tan pronto me subo a un coche. Debo señalar que esta curiosa excepción no aplica cuando soy copiloto. Ahí sí mantengo el sosiego con facilidad y en ocasiones hasta abogo por los malos conductores. Y es que, ¿cómo no aprovechar la oportunidad de subirse al ladrillo de superioridad moral que te permite juzgar a quien conduce? “Cuidado con eso”, “Tranquilo, traes pasaje” o el siempre demoledor “¿de qué sirve enojarte?”

Todavía recuerdo la sensación de libertad y madurez que me invadió cuando, cumplidos los 16 años, mi papá me regaló mi primer coche. Fiel a su frugalidad franciscana pero consentidora, me dio un austero Pointer al que mis amigos apodaron por su figura cuadrada y color blanco, “la lavadora”. La lavadora circulaba sin radio, con copas en lugar de rines y una calcomanía de mis Rayados de Monterrey.

En ella aprendí a manejar en las calles de la Ciudad de México (algo equiparable a completar un entrenamiento con la escudería McLaren). Fue en Periférico Sur donde recibí la primer descarga de epinefrina que genera ganarle a un extraño en una inesperada carrera de autos. Ahí pude ver también lo peligroso y dañino que esto puede llegar a ser con trágicos accidentes diarios.

Fue precisamente en esa época en la que encontré mi talón de Aquiles emocional: los gandallas viales y los malos conductores. Con el tiempo, fue fácil hallar un patrón para identificar situaciones de peligro inminente; Mamamóviles manejadas por hombres de baja estatura y escaza cabellera, microbuses, coches con la calcomanía de Calvin de Calvin & Hobbs orinando al equipo rival y conductores que usan guantes, entre otros.

Unos años después me mudé a Monterrey. No había pasado ni una semana y sucedió lo impensable; extrañé cómo se maneja en la Ciudad de México. Llegué incluso al absurdo de valorar al conductor chilango. Ese que al volante tiende a ser temerario pero quirúrgico y gandalla pero… Bueno, solo gandalla.

Manejar en Monterrey, por otro lado, era como jugar al Mario Kart. En sus calles aparecían obstáculos de la nada, el asfalto era resbaloso, sus carriles desaparecían sin señalizaciones de por medio y muchos de sus conductores manejaban como niños de 8 años.

Pasaron los años y me resigné con los malos conductores pero no con los gandallas. Una vez, mientras estaba atascado en el tráfico esperando poder incorporarme a la avenida Gómez Morín (una de las pocas avenidas en el Estado que no lleva el nombre de un empresario), pasó algo que al día de hoy me cuesta trabajo creer.

Como le decía, apreciable lector, la ciudad estaba congestionada y esperaba mi turno para incorporarme a la avenida conforme a la regla de “uno y uno” del manual de los buenos modales del conductor. Todo iba bien, un carro de la lateral se incorporaba y otro de la avenida avanzaba y así sucesivamente. Reinaba la paz y la concordia en esa danza perfectamente coreografiada de máquinas contaminadoras del medio ambiente. Y justo cuando me tocaba a mí pasar, el conductor de la avenida que debía esperarme, rompió el contrato social de Rousseau y me agandalló aventándome su camioneta.

Yo, paladín de la justicia, defensor de la probidad y caballero de la rectitud, sabía que tenía que actuar. Acciones egoístas como la de este tipo generan anarquía vial. Además, dejarlo salirse con la suya es incentivar la conducta delictuosa del infractor. A la siguiente semana seguramente se iba a volar un alto, en dos quizá asaltar un OXXO y en tres quitarle la vida a una persona a sangre fría. Por todo esto, tomar acción en contra de este sinvergüenza no era nada menos que un deber cívico merecedor de la Belisario Domínguez.

Cuando por fin pude incorporarme a la avenida, le pité y espeté “es uno y uno”. El tipo, mientras me veía por el retrovisor con mirada retadora, subió su brazo derecho para que lo pudiera ver desde mi coche y levantó el dedo medio de su mano.  

Esto me hizo enfurecer y buscar empajármele al infractor. El villano de la historia me esperó y cuando logré quedar a un lado de su camioneta, bajé mi ventana y empecé a sermonearlo. Con una calma digna de Ted Bundy, bajó su ventana, y en un abrir y cerrar de ojos roció adentro de mi coche gas pimienta y aceleró.

Por suerte, este Ted Bundy regiomontano tenía peor tino que yo sentido común y la cosa no pasó a mayores. Traté de perseguirlo pero escapó y quedé molesto y desconcertado mientras tosía por los residuos de gas pimienta que esparció en el tablero de mi coche.

Quiero creer que he madurado desde aquel raro episodio del gas pimienta. Si no por mí, al menos por mis hijas. Ahora, cuando una o las dos van conmigo a bordo, ya no grito ni hago ademanes. Ahora me limito a susurrar groserías cual psicópata con gas pimienta.