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Este país en el que (sobre)vivimos

Estamos en un país cuya ley es la del más fuerte y el más gandalla, sin importar el espacio del que se trate. | María Fernanda Salazar

Por
Escrito en OPINIÓN el

No soy periodista, como no lo somos quienes escribimos columnas de opinión. Es importante decirle esto a quienes hacen el favor de leerme ocasionalmente. El periodismo es una profesión que tiene un rigor y método propio y, quienes lo ejercen, merecen todo mi respeto.

Hago esta aclaración, porque esto que voy a contar podría, seguramente, ser mejor narrado por una periodista o reportera. Lo mío, es simplemente una historia que, sin embargo, intuyo que es familiar a cualquier persona que viva en México.

Sucede que en un pueblo mágico cercano a la Ciudad de México, salta a la vista la cantidad de locales que venden pollos rostizados. Yo, que soy fan del pollo rostizado desde pequeña, descubrí uno en particular que, para mi, era el mejor del pueblo. Hace una semana, mismo día que ocurrieron las balaceras eternas en Culiacán, mi esposo y yo fuimos a comprar uno para la comida y nos llevamos la sorpresa de que ya no vendían pollo, sino únicamente pierna de pavo y costillas.

Sorprendidos y decepcionados, preguntamos al hombre, joven, que siempre amablemente nos atiende, por qué habían dejado de vender pollo. Su respuesta nos sorprendió “Nos dejaron de proveer y nos amenazaron para ya no seguir vendiendo.” “Mejor así, para no tener problemas.”

“¿Cómo?”- preguntó mi esposo, ¿hay una mafia del pollo?

“Algo así”- respondió el joven del negocio.

No hubo más preguntas ni más respuestas.

Lo dicho. Decepcionados, compramos costillas (muy buenas, por cierto) y nos fuimos.

Mientras caminábamos, platicamos lo inverosímil que era este país. Una familia que puso un negocio para vivir de él y a la que hoy -habría que preguntar quién y por qué- le impiden continuarlo -al menos como lo habían pensado-. No, no se trata de un bar, no es una plaza de venta de drogas, ya no es una farmacia o un table dance -algo que ya no nos sorprendería- , sino un local de pollo rostizado. En realidad, estamos en un país cuya ley es la del más fuerte y el más gandalla, sin importar el espacio del que se trate. No planteo aquí más preguntas, precisamente porque no soy periodista y no tengo manera de responderlas, pero es en esa cotidianeidad como podemos percibir la dimensión de la ilegalidad, la arbitrariedad y la impunidad en que sobrevive este país.

Pocas horas después de eso, empezaron a circular las imágenes angustiantes y desgarradoras de Culiacán, Sinaloa. Armas que solo hubiera podido ver en una película o en el desfile militar del 16 de septiembre. Gente que reta al Estado y es capaz de vencerle. Y no… no digo esto en el tono de quienes quieren guerra contra los narcos, sino en el de quienes quisiéramos ver una salida de paz, con justicia, sin más retórica criminalizante que alienta la idea de que la violencia sigue siendo la salida, pero sin más discursos de “punto final” que solo siguen dejando a las mayorías a expensas de su suerte.

Es imposible, entonces, no pensar en cómo pudo comenzar todo este desastre; cómo está conectada la historia de alguien que tuvo que dejar de vender pollo para no sufrir amenazas -sin una autoridad capaz o con una autoridad cómplice-, con los festejos de un grupo criminal tras haber vencido a las fuerzas del Estado, una vez más.