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Entre madres e hijas

La experiencia cotidiana muestra que los conflictos entre madre e hija pueden existir aún en las relaciones más amorosas. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Los ideales parten de un supuesto que pareciera inamovible: la relación madre-hija no es y no puede ser sino un vínculo muy amoroso y afortunado. Inscrito en la comprensión, la generosidad y el deseo de apoyo mutuo. Un vínculo incondicional, sobre todo del lado de la madre, sin celos, sin envidias y sin rencillas. Las zonas oscuras no tendrían cabida en una relación cuyos niveles de idealización son alarmantes. Y lo son, más que nada, porque negar el vastísimo abanico de posibilidades no ayuda de ninguna manera a que la realidad de la calidad de las relaciones mejore (cuando la posibilidad existe, lo que muchas veces no es el caso) y provoca sentimientos de culpabilidad que conscientes o no, afectan hondo la salud emocional de las personas. 

¿Por qué la negación sería en estos casos más intensa e insistente que en otro tipo de relaciones? Porque nombramos un vínculo fundamental. Lo que supondríamos es el amor tan necesario de los orígenes que socialmente se da por hecho: "una madre siempre ama". "Te ama porque te dio la vida". "Todo lo hace por tu bien". La experiencia cotidiana muestra que los conflictos entre madre e hija pueden existir aún en las relaciones más amorosas (en las que se conversan y se resuelven) y también y de manera abundante que hay relaciones madre-hija cuyo nivel de conflicto es tan agudo que resultan casi imposibles. La rivalidad, la envidia, el odio corren entre la una y la otra sin la menor oportunidad de empatía. 

Sí, una madre puede competir con su hija. Una madre puede vivir a una hija como una pequeña rival que en la medida en la que crece, le "arranca" su lugar. Una madre puede vivir a su hija como una prolongación suya a la que no puede amar sino en la medida en que la hija se someta y repita su vida. Como si fueran una misma persona. Dos en una. Una madre puede vivir a su hija como su "vengadora", su "justiciera", aquella que está obligada a existir en función de los deseos no cumplidos de la madre y los resarcimientos que le exige a la vida. En estos escenarios y tantos otros, la hija, desde la mirada de la madre, solo existe en función suya. La libertad de la hija se considerará alta traición. Cada deseo que sea solo suyo y que marque una distancia con los deseos de la madre será experimentado por la madre como una crueldad y una devastación.

Una madre cuando es devorante se convierte en un verdadero "estrago" (Lacan) en la vida de su hija. ¿Cómo lidiar con esas exigencias que no se detienen nunca? ¿con el continuo sentimiento de injusticia? ¿con los comentarios destructivos cada vez que la madre insiste en señalar que la hija es una "ingrata", porque no es su esclava? Nada se dice de manera abierta. El conflicto transcurre en un silencio colmado de violencias o en ataques continuos que se dan con frecuencia por el tema de al lado. No lo que lastima, no, sino el tema de al lado. La hija evade a como puede las críticas de la madre, los reproches. Su necesidad de denigrar. 

Mujeres jóvenes, mujeres más que adultas van por el mundo con su enorme desamparo a cuestas. Ese dolor del desamor de la madre. Ese enorme dolor que pareciera imposible de aceptar y de nombrar. No solo porque el proceso de aceptación de ese desamor es demasiado doloroso, sino también porque está prohibido nombrarlo. La familia, la cultura, prohíben nombrarlo. Los excesos del 10 de mayo aplastan la realidad, la encubren, la niegan. En aras de sostener los ideales, se desaparecen, se cortan los caminos hacia la sanación posible. Hay tantos modos del vínculo madre-hija como madres e hijas. ¿Cuál sería la relación de la madre devorante con su propia madre? Qué bien cuando son vínculos de amor y de comunicación. Aceptemos el derecho y la libertad de cada persona para decir cuando no. La urgencia de mirar, analizar, hablar, intentar entender. Y liberarse. Hay madres que no aman a sus hijas. Así. No pueden. Y hay hijas que tienen que aprehenderlo y aceptar que la vida, lo que vale la pena de la vida, sin oscuridades y sin miserias: está en otro lado. En un radiante más allá de ese desamor.