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El ritual de los adioses

La vida es la continua repetición de un andén. | María Teresa Priego-Broca

Por
Escrito en OPINIÓN el

Ten siempre a Itaca en tu mente. 

Llegar allí es tu destino. 

Más no apresures nunca el viaje. 

Mejor que dure muchos años 

y atracar, viejo ya, en la isla, 

enriquecido de cuanto ganaste en el camino 

sin aguantar a que Itaca te enriquezca. 

Itaca te brindó tan hermoso viaje. 

Sin ella no habrías emprendido el camino. 

Pero no tiene ya nada que darte. 

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. 

Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, 

entenderás ya qué significan las Itacas.

Constantino Kavafis

Ahora se van de nuevo, mis hijos. Con los ojos muy abiertos, sus miradas curiosas, sus piernas tan largas. Todo lo que tienen por andar allá lejos, por aprender, por crear. Una entiende, pero regresa cada vez ese: "y sin embargo" del corazón que se estruja, porque "tiene razones que la razón ignora", como escribió Blas Pascal. Un fin de semana juntos. Están con sus amigos alrededor de una mesa. Los observo de lejos. Les tomo fotos con la mirada. También con un celular. Nos protege un cerro grande, boscoso que se llama el Tepozteco. Dicen que es un espacio mágico. Lo es porque se ríen, porque están alegres, porque ruedan por el pasto con las perruchis Cayetana y Missis Dalloway. Porque escuchan música. Porque la luz tan suave de la tarde cae sobre sus cabellos desordenados. Qué felicidad mirarlos juntos.

Sin duda uno de los más grandes anhelos de la mayoría de las madres/los padres es que sus hijas/os se amen entre ellos. Saber que se acompañan. Que se van a acompañar cuando una/o ya no esté. Que construyen su léxico familiar, guardan sus secretos, se deslizan en coincidencias y arman interminables litigios alrededor de sus memorias. Cuánta vida, cuánta intimidad compartida. Cuántos viajes alrededor de una mesa. Mi hijo mayor no está con nosotros. Le mando una foto de esa escena, para invitarlo. En cada despedida la memoria llega a su intempestiva manera. El primer día de escuela. El comienzo de ese viaje: atravesar el umbral hacia una forma distinta de socialización. El comienzo de ese regresar a la casa a ofrecernos nombres nuevos, palabras nuevas. Nuevos mundos. Aprender a separarse es una historia larga. Comienza prontísimo, y pareciera que de alguna manera, no termina nunca.

Extiendo mi mano y recuerdo esas manitas tan pequeñas. Guardo sus dibujos. Sus peluches. Sus cartitas. Sus vocecitas. Pareciera que la maternidad es un ejercicio de nostalgias continuo e incansable. Una guarda, por ejemplo, la memoria de sus futuros. Aquella vez que le dije a Diego: "¿quieres ser escritor?" y respondió "yo soy un escritor". Y estaba allí plantado repletito de certidumbre con su pluma en una mano y su hoja en la otra. La pasión de Jerónimo por las imágenes y la magia: "hacer que aparezca lo que no está". La pasión de Sebastián por el psicoanálisis y los números: "vamos a jugar a que trabajamos tu inconsciente, mamá". Y lo "trabajábamos" arduamente. Aprehender sus singularidades.

Las maternidades a veces fluyen y a veces avanzan a trompicones. Les enseñamos y nos van enseñando. Aprender a diferenciarlos. Primero, diferenciar a cada uno de nuestros hijos de la realidad del hijo de nuestros sueños. Porque esos hijos de nuestros sueños existieron a pesar nuestros. Los imaginarios, los deseos de las madres y los padres que preceden a sus nacimientos. Hasta que ellos llegan y con sus personalidades, sus deseos, sus elecciones nos van explicando: "así no va". El día uno nos marcan ya sus ritmos. Sus lenguajes particulares. Segundo: aprender a respetar las diferencias entre ellos. Tan notables.

La vida es la continua repetición de un andén

Las despedidas me hacen pensar en los trenes, aunque sea más la referencia de mi padre que la mía. Es más poético. Desde un andén una puede agitar la mano y mirar como la otra persona se asoma por la ventana y agita la suya. Despedirse. Separarse. Cada quien su íntimo viaje a Ítaca. Sus oficios, sus ciudades de elección. Sebastián adoraba vestirse de súper héroe, era tan complicado en las mañanas que aceptara su ropita de civil para ir a la escuela. Santi aprendió malabares y quería ser cirquero. Diego escribía historias y sus fetiches eran los libros. Ha sido una inmensa fortuna acompañarlos. Más que inmensa. Mi madre nunca me lo explicó así, lo aprendí en el camino.

En el camino ellos me enseñaron que la maternidad no es "un tormento". Que una no "sacrifica" su vida, sino que la enriquece de maneras difícilmente superables. Que no es deseable ni legítimo, ni justo retenerlos. Que así como defendí mi singular viaje a Ítaca (con uñas y dientes) ellos tenían el suyo por defender y que no tenía porqué ser con uñas y dientes. Esa indispensable búsqueda de libertad. Ahora los miro recoger la mesa a grandes velocidades, corren con sus amigos por el jardín bajo una tormenta. Es casi una despedida tabasqueña. Son tan dulces y tan jóvenes. Tan amorosos y tan confiados.

Mi corazón está lleno de ellos. Prontito será de nuevo el andén. Las manos que se agitan. La Missis Dalloway se cayó en la alberquita y su cabeza peluda se asoma entre los nenúfares. La rescatan. La suavidad de vivir de nuestros hijos. Sus anhelos. Como una caricia secreta. Un resarcimiento secreto. Desde que nos separábamos por unos días cuando eran niños tenía cada uno su baulito imaginario. Lo llenaba yo de cantidades de abrazos y de besos para el viaje. "¿Todavía tienes besos en el baúl?" "Sí, má, tengo muchos". Ahora ya no menciono los baulitos. Pero los pienso. ¿Quizá un poco ellos también? Por si los escollos, alguna soledad, alguna tristeza. Esos momentos de desamparo. Les deseo que el viaje a Ítaca sea largo y sabio. Lleno de aprendizajes y de ternuras. Ya se acerca el día. Agito mi mano.

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