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El mérito de lo esencial

Hacernos un poco más conscientes de las otras realidades nos puede permitir dar mérito a lo esencial. | Carlos Gastélum

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Escrito en OPINIÓN el

A casi un año del confinamiento causado por la pandemia, quienes hemos podido trabajar desde casa establecimos nuevas rutinas y olvidado las de otros. Vivimos confiados en que al conectar la computadora habrá luz, al abrir la regadera saldrá agua, o al pedir comida alguien podrá llevárnosla. 

Doña Rosario tiene un pequeño restaurante rústico llamado ‘El Ranchito’, en las afueras de Mazatlán. Trabajan con ella su madre, su esposo y sus dos hijas. Hasta antes de la pandemia, solo vendía en las mesitas situadas a un costado de su casa de lámina y piso de tierra. Cuando ya no pudo vender al público, tuvo que mudarse a entregas a domicilio en los acomodados residenciales de alrededor. 

Al negocio no le fue mal. Doña Rosario prepara unos exquisitos quesos que acompañan sus platillos. Para conseguir la leche bronca, debe peregrinar cada mañana a un puesto del mercado de abastos. Ahí, un señor que lleva 20 años con el mismo vehículo vende el lácteo traído desde un pueblo cercano en donde, a su vez, la compra una familia que tiene unas cuantas vacas lecheras. 

Las familias de esta abreviada cadena producción comparten dos características. Son personas profundamente trabajadoras, y son profundamente pobres.   

Michael Sandel, un profesor de la Universidad Harvard, sostiene que los efectos de la pandemia han evidenciado la ruptura en la idea de la meritocracia. Esta se basa en pensar que las personas de ingreso exitoso lo son únicamente gracias a su esfuerzo. En contraste, quienes fracasan, son rehenes de no haber hecho lo suficiente. 

El argumento central de Sandel es que el confinamiento desenmascara la hipocresía de la meritocracia. Mientras unos pueden continuar en casa trabajando remotamente, otros siguen allá fuera que, pese a llamárseles esenciales, están al final en la repartición de ingresos.

Es claro que nuestra comerciante de alimentos, intermediario transportista y lecheros rurales forman parte de las llamadas actividades esenciales de los alimentos. Al final, todos debemos comer. 

No obstante, según la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, el ingreso de los trabajadores del transporte es de 8,582 pesos en promedio al mes, para los del comercio baja a 5,789 pesos, y en el sector agrícola se hunde a 4,280 pesos. 

Si esos ingresos los comparamos con la Línea de Pobreza por Ingresos que anunció el CONEVAL para enero de 2021, tenemos que esta fue de 2,163.04 pesos en zonas rurales y de 3,320.86 en las urbanas por persona. Bastaría que un trabajador agrícola con el ingreso promedio de 4 mil pesos viviera con alguien que no trabaja para entrar en pobreza, o que en la casa de quien se dedica al comercio viva con una pareja con un hijo. En casa de Doña Rosario viven cinco.

Esta fragilidad es herencia de una desigualdad en un país donde el esfuerzo no alcanza, y que tiene a la mitad de la población en condiciones de pobreza. Y la realidad se exacerba cuando se piensa que los pobres lo son porque no fueron bendecidos por la meritocracia. Pese a sus extensas jornadas de trabajo y exposición a la pandemia, es muy probable que esos quesos degustados en residenciales sean producto de manos sumergidas en pobreza.

La historia de Doña Rosario, el señor del mercado y la familia lechera es apenas una de muchas otras. Otorgar un mayor valor y justicia a lo que es esencial en nuestro ecosistema económico es una lección obligada del gran confinamiento. 

Quizá el hacernos un poco más conscientes de las otras realidades no solo ayude a bajarle un poco a la arrogancia, sino también a la hipocresía, y nos permita dar mérito a lo esencial.