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El mal gusto de apropiarse de lo ajeno

Me parece de muy mal gusto que alguien, en algún palacio de este país, busque apropiarse de la lucha de las remesas como un éxito de gobierno. | Carlos Gastélum

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Escrito en OPINIÓN el

Ser de Sinaloa implica tener algún pariente en Estados Unidos, o como decimos acá: que vive ‘en el otro lado’. He perdido la cuenta de cuántos tengo yo allá, pero estoy seguro de que suman más de la mitad de toda mi familia. La mayoría está en California, mientras otros andan por Arizona, Texas o Nuevo México, y también por Utah, Nevada y Oregón. 

El primero en probar suerte fue mi abuelo, Arnulfo Gastélum, quien se inscribió al programa bracero a mediados del siglo pasado. Anduvo por varias partes, pero, como no le gustó vivir entre gringos, agarró el dinero que hizo y se devolvió a su pueblo a hacer otras cosas.

Sería en la década de los ochenta cuando la migración familiar ocurrió en serio. Iniciaron los tíos y hermanos de mis padres quienes se fueron de avanzada para intentar suerte. No lo hicieron por gusto (aunque quizá algunos sí), sino por una razón común al fenómeno migratorio: el hambre y la falta de trabajo. Mientras unos se llevaron a la familia completa, otros se fueron solos. Y si algunos lograron legalizarse cuando la Amnistía de 1986, hubo a quienes les tomó más tiempo. 

Con el paso de los años, y como en todas las familias, a unos les fue mejor y a otros no tanto. Pero cada quién hacía su esfuerzo por apartar un poquito de su ingreso para mandarlo a México. Los más agradecidos enviaban alguna ayuda regular a sus padres, o dedicaban montos para construirles viviendas dignas.

Recuerdo, por ejemplo, cómo una tía abuela pasó de vivir con apenas una letrina y un cuarto donde dormían cinco gentes, a tener una amplia casa con todos los servicios. O de cuando mi tío Juan enviaba dinero para ampliar el hogar de los primos en Los Mochis (y los juguetes que se compraban con el resto). En las navidades, cuando la caravana familiar venía de vacaciones con dólares y regalos, uno pensaba de niño que Estados Unidos era un lugar de riqueza abundante e inagotable.  

Durante los noventa, empecé a ir cada verano de vacaciones ‘al otro lado’ y solía quedarme hasta dos meses con mis familiares (cuánta paciencia, ahora que lo pienso). Todas las visitas fueron felices, y a medida que fui tomando conciencia, todas fueron también de aprendizaje. 

Aprendí, por ejemplo, que para mandar un monto mensual a su madre una tía debía trabajar de noche y cuidar niños ajenos de día. Vi también que, para ayudar a un familiar en México, algunos debían sacrificar su descanso para tomar turnos dobles o de plano conseguir un segundo empleo. Supe que los primos, con tal de ayudar con algo a sus abuelos, combinaban clases con jornadas laborales. Entendí, pues, que para enviar dinero o eso que también llamamos remesas, se requiere de mucho esfuerzo y también de mucho sacrificio. 

Y es por ese esfuerzo, y por ese sacrificio, que me parece de muy mal gusto que alguien, en algún palacio de este país, busque apropiarse de esa lucha como un éxito de gobierno. Hacer caravana con sombrero ajeno, le llaman. Récord en remesas, dicen; récord en cinismo, digo. 

PD. Un saludo para todos mis parientes ‘del otro lado’.