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El inolvidable Cronopio

"Rayuela" de Julio Cortázar irrumpió como un torbellino en mi adolescencia. Y, sí, página tras página la puso pies para arriba. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

"Rayuela" de Julio Cortázar irrumpió como un torbellino en mi adolescencia. Y, sí, página tras página la puso pies para arriba. Una obra literaria, y la inquietante invitación a todo un modo de vida en el que se jugaban y confundían a cada página el deseo y el azar. La literatura. La pintura. La música. Los puentes de París y las calles de Buenos Aires. Las discusiones sesudas y una hoja atravesada por la luz. La filosofía y una pintura de Pierre Alechinsky. El humor y esa deslumbrante capacidad lúdica que está en el centro de la escritura de Cortázar. Sus Cronopios nos enseñaban que el sentido de una existencia era una búsqueda muy íntima, singular y que necesariamente, buscaba sus caminos más allá de los mandatos culturales. Fue en su momento una escritura fascinante y libertaria.

Mi primera edición de la novela de Cortázar fue aquella clásica: el fondo oscuro y las casillas de la rayuela dibujada con tiza blanca. Cuando Cortázar murió el 12 de febrero de 1984 lloré como una desmelenada. Nunca lo conocí. Nunca escuché su acento con r arrastrada, probable vestigio del francés belga. Ahora, claro, escucho con frecuencia las grabaciones de su voz. Llegué a París dos años después, con la absurda sensación de haber faltado a una cita. Bueno, a dos: Simone de Beauvoir había muerto en abril de 1986. Ya no pude mirarla a ella sentada ante una mesa de café. Ya no pude mirarlo a él caminar a zancadas con su cuerpo largo, largo.

Cumplí, por supuesto y por años, con el peregrinaje a los lugares donde vivieron, los espacios que amaron. Y, con todos sus asegunes (porque una cambia) seguí leyéndolos casi religiosamente. Un día decidí que era la última vez que leía "Rayuela" (la releía ritualmente), comenzaba a inquietarme. El personaje de la Maga (decenas de miles de mujeres en este mundo quisimos ser la Maga, o la Nadja de Breton, o las dos), fue dejando de parecerme tan fascinante. Horacio y sus intelectualidades desatadas me desesperaron. La muerte de Rocamadour (el hijo de la Maga) se me reventó en los ojos. Muchos capítulos continuaron encantándome, pero ya era mejor no leerla de nuevo. Decidí quedarme con mi memoria de "Rayuela", lo que me significó en la adolescencia y en mis veintes. Nunca dejé de peregrinar a la tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse, ni de beberme sus aventuras narradas por sus amigos, los Jonquières, que un día descubrí que eran mis vecinos. 

Guardo esa enorme gratitud y esa lealtad a una obra que sin exagerar ni un segundo, cambió mi vida. Aún ahora, pienso en aquella mi "Rayuela" con la misma fuerza y emoción. Allí entendí que las ciudades son metáforas que marcan los caminos del deseo. Que jugar está en el centro mismo de la vida. Que los encuentros más bellos y definitivos son un producto de "el azar y la necesidad". Que la magia surge de golpe al doblar una esquina, si una está dispuesta a encontrarse con ella. A creer en ella. Y, también, que ese "destino" que nos narraron como ya escrito, desde los discursos de los orígenes, no existe. No hay tal, aunque sea dando tumbos: podemos elegir. Aunque sea danto tumbos: podemos caminar más allá de las imaginarias columnas del Non Pus Ultra.

Aún ahora, cuando celebro con mis hijos los convoco (a la manera de los Cronopios) a bailar "Tregua y Cabala". Aún ahora cuando me reúno con ellos hablamos en gíglico y la tumba de Cortázar sigue siendo para nosotros espacio de culto, porque a unos metros de ella conocí al papá de mi hijo mayor. La tumba de Beauvoir y Sartre está en el mismo cementerio. "Pero, mamá, ¿cómo podía caerte bien ese misógino de Horacio?", me dijo mi hijo mayor hace años. "Y la Maga, ¿no es medio boba?" "Calla, profano. Calla". No es que no le dé un alguito de razón, visto desde muchos años después y entiendo las inmensas diferencias entre su adolescencia post año 2000 y la mía en los años setenta. "Tú no sabes del anhelo de París, 'la inmensa metáfora', porque naciste allí", le dije cosas así.  A veces, si me lo recuerda me enfurruño. Y me lanzo en todo tipo de vituperaciones en gíglico. No puedo olvidar a aquella adolescente anoréxica a la que las palabras de Cortázar la llenaron de esperanza y de fuerza. 

Había otra vida posible. Allá, acá o acullá. Era posible armarse de valor y caminar hacia mundos elegidos. Hacia mundos otros. Menos dogmáticos, menos rígidos. Atravesar los puentes. Acronopiarse un poco. Y, sí, la Maga es medio boba. Gracias siempre, tremendo, inolvidable Cronopio.