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El infinito en un junco

Hoy podríamos pensar que los periodistas hacemos diariamente actos arriesgados, que ejercemos un oficio de riesgo. | Lourdes Mendoza*

Por
Escrito en OPINIÓN el

PÁG. 147:

“Los títulos nobiliarios son un bien de los antepasados. La riqueza es una dádiva de la suerte, que la quita y la da. La gloria es inestable. La belleza es efímera, la salud, inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que es inmortal y divina. Porque sólo la inteligencia rejuvenece con los años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría. Ni siquiera la guerra que, como un torrente, todo lo barre y arrastra, puede quitarte lo que sabes”.

Al comenzar a leer “El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo”, de Irene Vallejo, no lo pude soltar, simplemente me atrapó. Así pues, intentaré hacer una reseña del mismo.

No sólo es maravilloso, es portentoso. Esta obra, monumental, diría yo, la escribió una joven mujer, IreneVallejo, quien siendo delgada y finita tiene una fuerza demoledora para escribir y describir la fuerza del hombre a través de la palabra.

PÁG. 165:

“En La Odisea… –la palabra debe ser cosa de hombres– dice Telémaco… El filósofo Demócrito, defensor de la democracia y la libertad, tan subversivo en muchos aspectos de su pensamiento, no tenía inconveniente en recomendar... –que la mujer no se ejercite en el hablar– callar en público, escribió, debía ser considerado el mejor adorno femenino”.

Qué seríamos sin la palabra, qué seríamos sin los libros, no seríamos nada, sólo un poco de polvo en el tiempo, sin raíz, sin follaje, sin historia, sin herencia.

PÁG. 196:

“Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: Los libros hacen los labios’”, decía un refrán romano.

Hacer un libro fue, en su momento, un acto arriesgado que podría llevar al autor al patíbulo. Ser librero, cuenta Irene, era un oficio de riesgo.

De hecho, hoy podríamos pensar que los periodistas hacemos diariamente actos arriesgados, que ejercemos un oficio de riesgo, donde ponemos en juego prestigio, vida, fortuna y, sobre todo, futuro; o los caricaturistas, que transmiten con una imagen metafórica, en una especie de alegoría, el sentimiento del humor social.

No sólo es un libro espectacular, es la narrativa que nos lleva de la mano en la invención de los libros en el mundo antiguo y con ello la invención de las letras, de las palabras y de cómo usarlas para transmitir ideas, conceptos, órdenes, planes y una infinidad de cosas más.

Nos describe también la importancia de pasar de la oralidad (que eso en sí mismo ya había sido una epopeya) al alfabeto, a la palabra, a la frase, al párrafo, a la página y, con ello, a poder contar en el tiempo, historias, acontecimientos, éxitos y fracasos de personas que, siendo en su momento protagonistas de la historia, sin los libros, sin la palabra escrita, hoy serían nadie, no sabríamos de ellos, no reconoceríamos su participación en ningún acto o momento estelar de la humanidad.

Los libros eran bienes muy preciados, tan es así que Irene nos detalla cómo la lectura estaba solamente destinada a las clases ricas; la cultura, pues, no era para todos.

Hoy en día, el conocimiento y la información se masificaron de tal forma que ya prácticamente todos podemos tener acceso a cualquier acontecimiento que suceda en cualquier parte del mundo sin importar horario o lugar geográfico.

Ya no necesitamos bibliotecas de grandes edificios y de miles de volúmenes con un sinnúmero de bibliotecarios que nos guíen por ese mundo casi oscuro y nos ayuden a ir de estante en estante hasta llegar, en una preciada búsqueda, a encontrar lo que anhelamos leer o, por lo menos, hojear. Y como lo describe Irene, a poder bañar con nuestra mirada las páginas de un libro que nos deje imaginar lo que el autor en su momento pensó y describió.

Ahora tenemos la nube y Wikipedia, por ejemplo, que nos permiten ingresar en un día más información que la que pudo haber leído cualquier clásico en el transcurso de toda su vida.

Pienso en Herodoto, el padre de la historia, que fue el primero en llevar a cabo una narrativa de hechos históricos, hoy podría hacer una narrativa diaria de diferentes acontecimientos alrededor del mundo.

La historia de la tecnología deberá ser la historia de la inmediatez de la información, y ello trae aparejado la historia de los valores más actuales, como la democracia y la participación social.

Bien lo dice Irene, el arte moderno –y yo diría, casi todo lo moderno, no sólo el arte– debe ser original, entre más fuerte irrumpa con lo establecido, mejores críticas recibirá. Si en la antigüedad se trataba de abrevar de los griegos e imitarlos, en la actualidad se trata de observar los acontecimientos y criticarlos.

Hoy, los valores de libertad y justicia y las realidades de migración y mestizaje formarán un mundo nuevo, esos sí son y serán los derroteros que caminará la humanidad. El mundo y sus valores han cambiado; nosotros debemos cambiar con ellos.

Por lo que los demagogos, los formadores de mundos imposibles de cumplir, los que prometen para obtener algo a cambio sólo de dar falsas esperanzas a quien nada tiene, sean descubiertos y mandarlos al ostracismo de la historia.

Este nuevo mundo de información, estoy segura, permitirá a los pueblos encontrar un mejor camino.

PÁG. 150:

“De la misma forma, las redes sociales son Leporellos de nuestro mundo virtual”.

La libertad de escribir, de opinar, de pedir cuentas, de evitar que nos oculten cosas, cada vez será mayor. Una palabra, una fotografía, un tuit, pueden ayudar al mundo, tal como lo hicieron los libros en su momento.

PÁG. 83:

“El susurro de los libros, pensé, es distinto en cada época”.

La columna de Lourdes Mendoza Peñaloza se publicó originalmente en El Financiero, reproducida aquí con autorización de la autora.

* Lourdes Mendoza Peñaloza es una periodista mexicana especializada en finanzas, política y sociales, con más de 20 años de experiencia en medios electrónicos, impresos, radio y televisión.