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El duelo

El duelo es un camino de silencios. Sucede como si nos partiéramos: nos despertamos, desayunamos, decimos las palabras que tienen que ser dichas | Tere Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Cuando los días se abren al duelo. Un rostro amado. Sabemos que nada es para siempre, ¿acaso es verdad que lo sabemos? Nos construimos en la ilusión, en el anhelo del “para siempre”. Para siempre esa voz, para siempre esa risa, para siempre esa suavidad que ilumina el espacio. Perdemos a la generación de nuestras madres y de nuestros padres. ¿Quién está preparado para vivirlo? ¿Quién entiende que la finitud es “ley de vida”? La generación de nuestros mayores nos arropa desde el principio de los tiempos. Nuestro mundo conocido. Se anuncia la muerte, pero apenas la escuchamos. La paulatina e insistente traición del cuerpo. Se acerca despacio y le decimos: “No lo vas a lograr. Aún no. No esta vez”. “Te la vamos a ganar, muerte, esta batalla te la vamos a ganar”. Y tantas veces se logra. Regresar a la casa y decir: “estamos todos juntos bajo el mismo techo”. Como antes. Como siempre. Le ganamos tiempo al tiempo.

Hasta ese momento en que sucede...

El estallido de los relojes, de nuestro mundo conocido. Nos vamos de bruces ante la pérdida. No queremos saber lo que sabíamos. Ante los duelos, la racionalidad nos deserta. No es útil. ¿Qué hacemos con ella en circunstancias de una textura tan otra? Si decimos: “Fue mejor así”, “Tenía que suceder”, no lo creemos. Nos aferramos a creerlo, eso sí. La traición del cuerpo nos parece cada vez tan injusta, tan prematura, tan absurda. A cualquier edad. ¿Cómo no rebelarse ante ella? Cuántas tardes quedaban por ser disfrutadas, cuántas ciudades por visitar, cuánta tibieza para vivir en los mares. Cuántas lunas. Cuántos soles. Cuántas palabras. Cuántas tristezas. Cuántas alegrías. Cuantas mesas y sobremesas. Cuántas aventuras por acompañar en la vida de los hijos, de los nietos. Cuántas galletas para cocinar con ellos, embarrados de harina. Cuántos cuentos por contar. Cuántas graduaciones pendientes. Cuántos, “¿Cómo te va? Dime, ¿cómo te va?”, que ya no van a ser pronunciados. Cuántas miradas cómplices que se quedan invisibles, pendiendo de las nubes, nutriendo el aire.

El duelo es un camino hecho de silencios

Sucede como si nos partiéramos: nos despertamos, desayunamos, hacemos nuestro trabajo, decimos las palabras que tienen que ser dichas, hacemos los gestos que son indispensables, nos dicen: “la vida sigue”. Es cierto. Pero ya es otra vida. Así de inmenso y de simple. Otra vida. Estamos partidos como si los días fueran un puente colgante sobre un abismo. Aceptar ese: “soy donde no pienso”, que alguna vez enunció un maestro y que nos va llegando con las horas. El abismo está hecho de desconocimiento y de misterio. ¿Si su mano no puede estrechar mi mano, qué hago con mi mano? ¿Qué hacemos si estamos ciertos de que es imposible que la voz de la persona amada nos llegue y sin embargo, la estamos escuchando? ¿Qué hacer con los rituales de toda una vida, cuando la vida se detiene? Su vida.

La memoria es un antídoto contra lo inexplicable. Lo inexplicable es aquello que no entendemos. Habitar el “donde no pienso”, mientras sea indispensable. La subjetividad comienza su trabajo de trastocar los tiempos. El tiempo de la realidad no corresponde al tiempo de las emociones. Volver hacia la historia de la persona que ya no está. Ya no de una manera tangible. Volver hacia la historia en común. El duelo es un espacio de profunda soledad que se comparte por fragmentos, por todo lo que contiene de intransmisible. Las memorias compartidas y la singularidad de cada quien en la manera de vivirlas, en la manera de recordarlas. Es tan común entre hermanos: “¿Estás segura de que así sucedió? Porque lo que yo recuerdo…”  Ese: “Yo recuerdo” que consolida los vínculos familiares. Tan hecho de amor y de nostalgia. Están también las otras memorias, las más íntimas, las que se guardan en secreto. Las que una no podría pronunciar en voz alta, por más que lo intentara. Esas imágenes que nos acompañan así, como imágenes. Las conscientes y las inconscientes. Las que nos remiten a los amores de los principios de los tiempos, anteriores a nuestra posibilidad de apalabrar.

Cuando los días se abren al duelo. A las zonas de silencio. Aprehender esa versión inédita del “para siempre”. Qué afortunada quien supo amar con tanta generosidad. Qué afortunada quien vivió tan amada.

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