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El diario de Ana Frank

La GESTAPO irrumpió en el 263 de la calle Prinsengracht, la acompañaban dos policías de la Gruene Polizei. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Ámsterdam. 4 de agosto de 1944. El ruido de pasos en el edificio. Lo que correspondía en esos momentos era guardar un completo silencio. No moverse en “el anexo”, el escondite secreto en donde la familia Frank vivió escondida dos años durante la ocupación nazi en Holanda. Pero ese día –hace 75 años– fue distinto. ¿Alguien traicionó a los Frank? “El diario de Ana Frank” es uno de los libros más leídos y traducidos del mundo. Leerlo y releerlo en los principios de la adolescencia. Una niña judía de 13 años escribe su vida cotidiana y sus reflexiones entre el 14 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944. Son los tiempos del horror. Le escribe a su amiga imaginaria en una pequeña libreta que le regalaron para su cumpleaños: “Querida Kitty”.

Ese 4 de agosto la GESTAPO irrumpió en el 263 de la calle Prinsengracht, la acompañan dos policías de la Gruene Polizei. La GESTAPO y sus colaboradores: policía holandesa. Ocho personas se escondían en “el anexo”, el espacio que Otto Frank planeó por varios años para proteger a su familia llegado el momento. El padre, su esposa Edith, sus hijas: Margot y Ana. La familia van Pels: el padre Hermann, la madre Auguste y el joven Peter. También Fritz Pfeffer. A lo largo del diario los vamos conociendo por la voz de Ana. Dos años cohabitaron en el encierro, en esos espacios muy pequeños.

Largas horas del día obligados a la inmovilidad. Con el miedo ocupando las habitaciones, en espera de ese final de la guerra que sólo alcanzó a vivir Otto Frank. Los otros siete habitantes del “anexo”, murieron en los campos de concentración. Ana y Margot de tifus en Bergen-Belsen (1945), apenas tres meses antes de la liberación.

Ese edificio frente al canal. El librero (lleno de libros de contabilidad) que se desplazaba para acceder al “anexo” (uno de los lugares más visitados en Europa) que Ana describió así en su diario: “Te sorprenderá saber que estamos justo encima del despacho de papá. En la parte de atrás hay una escalera que lleva a una puertecita. La puerta se abre, una da un salto y voilà. La habitación de papá y mamá está justo después de la escalera. La de Margot y yo al lado. Tenemos un baño. Arriba hay una habitación grande con la cocina. Por la noche es el dormitorio de los van Pels, pero de día es un salón del que no podemos salir hasta que todos los obreros se hayan retirado. Peter van Pels tiene una habitación para él sólo, más pequeña que la nuestra. Hay un desván que nos sirve de despensa… tenemos que pasar desapercibidos día y noche”.

Leí tantas veces el Diario. Allá, en los trópicos, imaginaba cada vez ese final terrible que conocíamos: las botas nazis que se estrellan contra la puerta del escondite. La detención. La destrucción y el desorden en lo que fue el último hogar de la jovencísima escritora. Miep Gies, una de las personas de la red de protección de los Frank (seis en total) –quienes les permitieron sobrevivir durante esos años– encontró el diario arrojado en el piso y lo guardó. “Para cuando Ana regrese”. Las investigaciones posteriores recuperaron un documento a máquina, en holandés, en donde se registra la detención de Ana en un primer campo de concentración desde el cual se realizaban las deportaciones de los judíos holandeses hasta los campos de exterminio en Polonia.

El cuaderno cubierto de tela –cuadritos rojos y blancos– que le regalaron sus padres por el día de su cumpleaños. Ana reflexiona. Narra la cotidianidad. Añora los tiempos de la libertad. Analiza la vida, los temperamentos de las personas. Se enamora de Peter, el adolescente de 17 años con el que comparten el “anexo”. Lee y se evade de su cárcel. Escribe e intenta aprehender su relación conflictiva con su madre. ¿Edith “prefiere” a Margot? En todo caso, Ana así lo percibe. Y, muy probablemente, Otto “prefiere” a Anna. Cuando Otto regresó, Miep le entregó el diario de su hija. Comenzó a compartir fragmentos con familiares que lograron sobrevivir a la guerra: “tienes que publicarlo”, “no puedes guardarlo para ti”.

En 1947 el Diario se publicó por primera vez en Holanda. ¿Cuántos millones de niñas/os y adolescentes en el mundo amamos a Ana para siempre a partir de esa lectura? Cuánto pudimos entender gracias a ella. Y, esa pregunta que atravesó y atraviesa el corazón de esos millones de lectores: ¿quién los denunció? ¿quién fue capaz de enviarlos de esa manera hacia el aniquilamiento? ¿alguien escuchó ruidos? ¿observó una lucecita encendida? ¿descubrió que las compras de Miep Gies (una de sus más leales protectoras) sobrepasaban lo que le era necesario para que vivieran su marido y ella? La policía holandesa investigó en 1948 y en 1963, ¿quién pudo traicionar a los habitantes del “anexo”? No hubo respuestas. Las investigaciones continúan, una de ellas encabezada por un agente jubilado del FBI.

Es probable, comentan algunos historiadores, que el escondite haya sido descubierto de manera accidental durante una investigación que no tenía que ver con los Frank, sino con los cupones ilegales de racionamiento. Tomo el siguiente párrafo de una entrevista que publicó la revista National Geographic: “`Los Países Bajos han valorado la idea del heroísmo’, afirma Emile Schrijver, director general del Museo Histórico Judío y el barrio cultural judío de Ámsterdam. ‘Se han tardado una generación entera en aceptar haber sido agresores y haber sido testigos, más que nada’”. Quizá fue demasiado difícil –en esos contextos– que las primeras investigaciones dieran respuestas a la pregunta ¿quién traicionó?

Volver al Diario de Ana Frank. Como un homenaje a su escritura, a su amor por la vida. Como un “Nunca más”. Su última página escrita tres días antes de su detención:

Cuando me muestro grave y tranquila, doy la impresión a todo el mundo de que interpreto una comedia, y enseguida recurro a una pequeña broma con el fin de zafarme; para no hablar de mi propia familia, que, persuadida de que estoy enferma, me hace engullir tabletas contra las jaquecas y los nervios, me mira la garganta, me tantea la cabeza para ver si tengo fiebre, me pregunta si estoy constipada y termina por criticar mi malhumor. Ya no puedo soportarlo: cuando se ocupan demasiado de mí, primero me vuelvo áspera, luego triste, revertiendo mi corazón una vez más con el fin de mostrar la parte mala y ocultar la parte buena, y sigo buscando la manera de llegar a ser la que tanto querría ser, lo que yo sería capaz de ser, si... no hubiera otras personas en el mundo.