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El debate de los indecisos

Para los indecisos, los debates pueden orientar la toma de decisiones. Este grupo representa una parte muy importante a la hora de votar. | Carlos Gastélum

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Escrito en OPINIÓN el

Los debates entre quienes aspiran a un cargo público son un ejercicio inherente a la democracia. En principio, estos encuentros sirven para que se discutan las ideas y propuestas de cada alternativa política para que nosotros, los ciudadanos, tomemos una decisión sobre quién votar.

Tradicionalmente, los debates buscan captar la atención de los indecisos. Quienes ya han definido su voto suelen no mirarlos, o bien les dan seguimiento ya sea para reafirmar su elección, o para ver qué tan bueno se pone el espectáculo de dimes y diretes. Que una persona cambie de opinión por motivo de un debate es bastante inusual. 

Para los indecisos, estos encuentros pueden orientar la toma de decisiones. Este grupo representa una parte muy importante a la hora de votar: según las últimas encuestas de El Financiero, en estados como Chihuahua, Guerrero, Nuevo León o Sonora, el porcentaje de indecisos es mayor que el porcentaje de preferencias que tiene el candidato puntero. Para los dos últimos estados, estos fueron de 33 y 32%, respectivamente, es decir: uno de cada tres no había definido por quién votar, y su participación en la jornada electoral marcaría el resultado final. 

De ahí radica la importancia de hacer debates que despierten el interés, animen la discusión de políticas públicas sobre los temas urgentes del estado, y permitan contrastar opciones. En su origen, la palabra proviene del latín debattuere, cuyo significado es batir o sacudirse o, dicho de otra manera, de enfrentar ideas. Los debates a gobernador que hemos visto, salvo alguna honrosa excepción, tienen tres desafíos para cumplir este propósito.

El primero es el formato acartonado. Todos están dictados por un orden y tiempo mordaz. Esto no solo atiende a las reglas que definen las autoridades electorales locales, sino también a los acuerdos que los partidos políticos hacen para ‘cuidar’ que sus candidatos no hagan el ridículo o sean atacados en exceso. Dado que la interacción entre aspirantes se reduce al mínimo, el espectáculo pareciera limitarse a un moderador que lanza preguntas a un alumnado en plena evaluación académica.   

El segundo es la ausencia de respuestas y prevalencia de lugares comunes. Cuando a un aspirante le lanzan una pregunta, este toma diferentes opciones. Una es omitirla para descalificar a la persona del otro partido. Si decide responder la pregunta, se cuelga de lugares comunes o planteamientos exagerados como ‘yo tengo la solución…’, ‘soy el único que …’ o cosas del estilo. Hace unos días, un aspirante dijo que, como había sido médico, y trabajó en 27 países conocía a muchos médicos, tenía la ‘formulación’ perfecta para traer todas las vacunas a su estado. ¿Pues qué está esperando? En raras ocasiones, se tomará una decisión audaz: responder algo sensato, viable y, quizá, hasta innovador. 

El tercero es la calidad de los asistentes. Ciertamente hay algunos cuyos oficios de oratoria son notables, y el articulado de palabras deviene natural. En otros casos, hay candidaturas francamente mediocres: personas que no articulan dos frases, que están notablemente poco preparadas o que de plano no tienen planteamientos de políticas para los temas… ¡a los que fueron convocados al debate!

Este empobrecimiento del ejercicio público de la democracia está al asedio de formatos ásperos, de lugares comunes y de candidaturas impresentables. Difícilmente servirán para convencer a los indecisos de tomar alguna opción política o, en el peor de los casos, de ir a votar.