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El asunto no era publicar o no publicar, sino para qué, cómo y por qué hacerlo

Por: Darwin Franco Migues.

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Escrito en OPINIÓN el

Uno de los criterios éticos (e incluso, técnicos) que un medio y/o un periodista debe considerar antes de publicar y difundir cualquier tipo de información es la aportación que ésta podría dar al hecho noticioso de referencia. Cuestionarse “el valor periodístico” de un hecho o elemento informativo significa que nuestras decisiones deben pasar por la formulación de dilemas éticos donde el eje de la reflexión debe estar focalizado en las implicaciones periodísticas que podrían generar nuestras decisiones; el dilema -en este sentido- no es “el publicar o no publicar” sino “el qué, cómo y para qué hacerlo”.

 

La tragedia sucedida en el Colegio Americano de Noroeste -ubicado en Monterrey, Nuevo León- donde un menor de edad utilizó un arma de fuego para atentar contra la vida de su maestra y compañeros y, posteriormente, contra sí mismo generó una serie de disyuntivas (no dilemas éticos) tanto en medios de comunicación como en periodistas que se cuestionaron si era correcto o no publicar el video y las fotografías donde era posible seguir a detalle la manera en que sucedieron las agresiones dentro del salón de secundaria.

 

Las justificaciones iniciales que se dieron a sí mismos y a sus audiencias es que dicho video y fotografías -filtradas a la prensa de manera ilegal- era per se elementos informativos relevantes porque daba la oportunidad de que fuéramos testigos presenciales de la tragedia; a la par, permitía que existiera una narración fidedigna de los hechos porque dentro del trabajo periodístico se podría hacer la crónica exacta de lo que pasó en ese salón la mañana del 18 de enero; sin embargo, el centro de las disyuntivas tuvo como eje nuevamente la acción de “publicar o no publicar” pero no “el qué, cómo y para qué hacerlo”, lo cual hubiese generado una reflexión importante sobre las implicaciones que tendría el dar acceso a un contenido que formaba parte de una investigación pericial abierta y que dejaba al escrutinio público la dignidad de las personas (todas ellas) que aparecían en el video que, insisto, llegó a las redacciones de manera ilegal.

 

El experto en ética periodística, Juan Carlos Ruiz, en su texto Violencia y periodismo en México: Un acercamiento desde la ética ofrece una serie de preguntas clave que todo medio y periodista deberían plantearse antes de publicar cualquier información relacionada con un hecho violento: “¿Es de interés público o solamente es interesante? ¿De qué manera atañe a los miembros de la comunidad? ¿Les ayuda a tomar postura y tomar decisiones? Además de despertar la curiosidad, ¿es importante?”.

 

A lo cual yo añadiría un par de preguntas más: 1) ¿Existe en aquello que vamos a publicar algún elemento que aporte, periodísticamente hablando, algo nuevo sobre aquello que se desea informar?, 2) ¿Estamos pensando realmente en el derecho a la imagen y representación de quienes aparecen en el hecho violento o solamente estamos observando el acto violento que los involucra?

 

Estas preguntas son clave porque el periodismo cumple una función pública cuyo eje rector -valga la reiteración- consiste en dar a conocer hechos de interés público que, por consecuencia, deben fundamentarse en elementos que permitan “hacer entender qué fue lo que pasó” y no sólo “informen sobre lo acontecido”; esto significa que se trascienda “lo interesante” para dar adentrarse en el “interés público” que deber estar en todo hecho noticioso.

 

¿El video sobre lo acontecido en Monterrey era de interés público o sólo era un material interesante para mostrar a la audiencia? ¿Contribuía a hacer entender lo que pasó o generaba más morbo que certeza? ¿Era de verdad un elemento informativo clave para la construcción del hecho noticioso? ¿Es ético publicar material que se extrajo de manera ilegal de un proceso judicial y pericial que está abierto y bajo investigación?

 

La difusión y viralización de la tragedia, principalmente a través del video, convirtió al hecho en un espectáculo desde el cual todos creímos tener la estatura moral para juzgar tanto al agresor, a sus padres como a otros factores, incluso clínicos o mediáticos, que aparecieron sin fundamentos en las explicaciones oficiales y periodísticas del por qué ocurrió la agresión.

 

En esta acción todos tenemos un grado de culpa desde el oficial o perito que con su celular grabó la escena trágica que quedó registrada en la cámara de seguridad del salón de clases y después la compartió a través de WhatsApp; el reportero, periodista y redactor que pensó en lo interesante que era el video pero no el sentido público del hecho que éste contenía y lo publicó en sus diversos medios; el usuario que movido por la discusión virtual decidió también compartirlo en sus redes ofreciendo una serie de interpretaciones sin fundamentos; y nuevamente los gobiernos y los medios que salieron -después de filtrarlo o publicarlo- a decirnos que no difundiéramos el material por respecto a las víctimas (todas ellas) que ahí aparecen y apelando a que la mayoría de estas eran menores de edad.

 

Y es que estas últimas aseveraciones tienen un fundamento legal que todo medio y periodista debieran conocer, pues la Ley General de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes (artículos 76 y 77) así como la Ley General de Víctimas (artículo 115) establecen una serie de medidas que deben de tomar los medios de comunicación sobre la difusión de información donde se involucre a menores y más aún cuando éstos se vean trastocados en su dignidad e integridad al ser víctimas de actos violentos. Esto, desde luego, va más allá de cubrir parcialmente el rostro de los menores (como sí pasó) porque el fundamento legal orbital alrededor al derecho a la imagen, la identidad y la representación de los menores, esto debe otorgarse sin distinciones, lo cual no fue respetado en este caso.

 

Lo esgrimido en este texto toca únicamente la decisión inicial y la discusión que tuvo que haberse dado para comprender a cabalidad las implicaciones éticas que tenía la difusión del video y las fotografías de la tragedia de Monterrey; el tema puede seguirse dando sobre la forma en que se le dio a la información sobre el mismo hecho y que, nuevamente, ha colocado “lo interesante” por encima del “interés público” y cuando esto sucede así lo que podemos ocasionar (seamos o no conscientes de ello) es que un problema evidentemente social como lo que pasó a Monterrey se reduzca a un problema personal (el menor tenía problemas psicológicos o formaba parte de una red social que aparentemente busca generar masacres) o, incluso, a uno familiar (los padres no lo cuidaban de manera correcta, el padre lo enseñó a cazar y no tuvo cuidado de guardar las armas que había en el hogar), desdibujando así la responsabilidad que tanto el Estado y la sociedad tenemos cuando la violencia (y su evidente naturalización) se vuelve una opción para un menor de edad.

 

El dilema ético que todos debimos tener con mayor firmeza el pasado 18 de enero no debió de concentrarse en “el publicar o no publicar” sino debió centrarse en “el qué, cómo y para qué hacerlo”, porque tal y como lo sintetiza el experto en ética, Javier Darío Restrepo: “La violencia no puede convertirse en un espectáculo para satisfacer la curiosidad y el morbo del público”, pero tampoco para satisfacer a quienes lucran con el dolor de los otros.

 

@darwinfranco

 

Darwin Franco Migues. 

El autor es periodista independiente e investigador de la Universidad de Guadalajara.

 

@OpinionLSR

 

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