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El asiento de atrás

Miro hacia enfrente y sus pasos se extienden como si yo pudiera seguirlos. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

“En cualquier momento, pienso, mientras observo por el retrovisor a los niños que ríen y pelean a la vez, voy a ser desenmascarada y enviada con ellos al asiento de atrás. Entregaría sin dudarlo mi patética corona de adulto de cartón piedra, que llevo con tan poca gracia, y que cada dos por tres se me cae al suelo y se escapa rodando calle abajo, por volver al asiento de atrás del coche de mi madre”.

Milena Busquets en “También esto pasará”.

Casi regresa el mes de septiembre. Estamos a punto. Habrá un poco de frío o mucho, los días se acortan y la sensación de incredulidad se alarga. El 29 de septiembre del 2019 se murió mi papá. Dos años, ya. Han sucedido cantidad de desgracias alrededor nuestro desde entonces. El mundo cruelmente pies para arriba. Él no lo hubiera creído. O, quizá no se hubiera enterado demasiado: olvidar lo inmediato así de terrible a como es, tiene sus poquitas ventajas. Vi la película “El padre”. No, no la soporté.

Ese desgarramiento cuando quien olvida sabe, por momentos sabe que está olvidando. Sabe de su desbrujulamiento, de su confusión. La memoria como un péndulo. Tuve una suerte enorme: dos semanas antes de su muerte aún me reconoció mi papá. Hasta el último momento supo que era su hija. Tal vez no exactamente todo el tiempo cuál de las dos, pero sabía que lo abrazaba su hija. Un hombre muy longevo, el suyo fue un fin de vida más que anunciado: “a su tiempo”, podría una decir. Las huellas de sus pies en la arena. Las sueño con una sorprendente exactitud. Miro hacia enfrente y sus pasos se extienden como si yo pudiera seguirlos, como si prometieran algún tipo de futuro. Después se pierden porque nadie, ni las águilas pueden mirar tan lejos.

Podemos ofrecernos todo tipo de explicaciones, razonamientos y consuelos, pero la muerte del padre es un golpe muy bajo de la vida, nos arroja a la más irremediable adultez. Ya no hay esa suave penumbra en “el asiento de atrás”. Nunca más. Aún cuando hiciera siglos que no existiera. Aún cuando solo haya existido una vez, o media vez. Aún cuando se tratara nada más del anhelo de imaginar que podría haber existido o existir.

La carretera -sobre todo- los fines de semana: regresamos de Teapa, o de Palenque, o de Miramar. El asiento de atrás en la penumbra. Los cuatro hermanos. Esa sensación un poco de sueño, un poco de cansancio y de certeza: vamos a salvo. Sí, alguna vez la camioneta dio un trompo: vamos a salvo. Sí, tal vez se percibe una tensión entre ellos, los adultos, una nube pesada y oscura que desciende sobre nosotros: vamos a salvo. Nos retamos en los juegos de palabras, mi papá y yo. Mis hermanos y Ella se acurrucan y se duermen o hacen como que se duermen: vamos a salvo.

Yo pensaba que él -también- así lo pensaba. No sé cuándo fue la primera vez que se me ocurrió que mi padre pudiera dudar, temblar, tener miedo de algo. De su dolor sí supe muy pronto. Eso sí. Pero habría sido incapaz de ponerle un nombre. Era demasiado callado. Se ausentaba. Las olas del mar y las corrientes de los ríos, a sus brazadas, le hacían los mandados. Él negaba sus fragilidades y a mí su negación me venía muy bien.

Me imagino que una hija lo percibe: el miedo del padre. Y lo oculta de inmediato. Imposible negarlo al final. Esos últimos años tan frágiles. Esos años cuando en contra de su voluntad tuvo que aceptar que ya era inevitable: ahora a él le tocaba dejarse conducir, sentarse de nuevo como en la infancia en el asiento de atrás. Sin saber si estaba o no a salvo. Una hija se va quedando sin recursos para inventar: que va a estar bien, que se va a mejorar, que de peores situaciones ha salido, que alrededor suyo su bienestar se organiza, que la familia en circunstancias como esta no puede sino acercarse. Que es ahora cuando los vínculos se hacen más fuertes porque ¿a quién podría ocurrírsele otra cosa? Oh, sobra a quien se le ocurran cantidades de otras cosas.

Pero cuánto de bueno tiene a veces lo peor. Nos quedamos solos. Ambos, es cierto, batallando - a nuestras horas- en el asiento de atrás. Ambos a veces en los carritos chocones y luego en la montaña rusa. Y regresaba la calma y mi fantasía desatada de que dirigíamos esa nave loca hacia buen puerto. Creo que lo logramos. Un poco de paz. Mucha paz. No cada vez el delirio lo agita todo. No. Hay delirios suaves, esperanzados, muy bonitos: “emociones encantadoras a babor”. “Relativa paz a estribor”. “Alunizaje exitoso”. Nadie nos escuchaba, éramos libres. Una enfermera deambulaba por la casa. Alguna visita breve. Por horas, por minutos habitábamos la realidad. Ya casi dos años. Tú y yo. No he regresado al cementerio en La Ciudad de las Calles que se Inundan. Seis meses después nos encerramos.

No hablo con nadie de su muerte. Con nadie. Seguro es una manera de negarla. Vamos a como se puede. Pero nuestra memoria compartida está repleta de rimas y mares y barcos piratas y pérdidas suyas y mías de las que supimos y de las que nunca hablamos. Y encuentros. Pero, hablar lo que se dice “hablar”, no era lo suyo. A veces siento como un hueco en la vida, como un súbito sin sentido que me acecha a la vuelta de cualquier esquina. “Es su ausencia”, me digo. Ese miedo irracional que me provoca por segundos su ausencia.

Mirar la muerte a los ojos ya sin protección, sin “intermediarios”. Ya casi dos años, papá. Algún día cuando escampen los tiempos del desastre, volveré a tus ríos. Eso. Volver a nuestras ceremonias interrumpidas. Pendientes. Mientras cierro los ojos e intento inventarme a la niña somnolienta y plácida hecha bolita en el asiento de atrás: ¿estamos a salvo? “Esperanza a babor”. Se puede intentar.