Main logo

El ahogo del pueblo Macurawe

El CLACSO ha exigido al estado mexicano detener las inundaciones del territorio Macurawe-Guarijío. | Leonardo Bastida

Por
Escrito en OPINIÓN el

Todas las mañanas, a temprana hora, el sol tiñe las aguas del río Mayo de un tono anaranjado, una postal apreciable desde lo alto de la sierra de Álamos, en Sonora, donde se han asentado, por siglos, el pueblo Macurawe (guarijío), guardián de estas montañas y el flujo ribereño, que por centenas de años les ha dado la posibilidad de obtener alimentos como pescado y de regar sus cultivos.

Subir a sus poblaciones representa un reto para quienes vivimos en ámbitos urbanos, pues sólo es posible llegar en auto hasta el río Mayo, y a partir de ahí, cruzar un puente colgante para después caminar por brechas en medio de altas temperaturas. Un viaje a una forma diferente de vida, en la que la naturaleza y la persona se fusionan, conviven y se respetan. 

Llaman la atención los cobertizos de las casas, que son los espacios donde la gente suele estar a lo largo del día ante el calor perceptible al interior de sus hogares, de lámina y madera, debido a la frescura de esos recovecos sin muros. Una medida de mitigar el calor, muy diferente a las que se propusieron hace algunos años con la Cruzada Nacional contra el Hambre, que llevó casas pre fabricadas a la zona, las cuales, sólo son utilizadas como bodegas, pues no son útiles por las condiciones climáticas de la zona. 

Además de tiendas comunitarias donde los productos ultraprocesados estaban a la mano de la población, pero poca oferta de frutas y verduras u otros alimentos menos industrializados. 

El núcleo urbano más cercano es el pueblo mágico de Álamos, uno de los atractivos turísticos de la entidad sonorense, pero para que una persona de la nación Macurawe pueda llegar a él, debe caminar por varias horas o pagar varios cientos de pesos para ser trasladada en un camión de redilas. Una situación difícil para poder atender emergencias de salud o de otro tipo.  

De todos los grupos indígenas de Sonora, han sido los menos reconocidos, aunque desde comienzo del siglo XVII (1620) se tuvo conocimiento de ellos mediante las misiones evangelizadoras jesuitas que llegaron a la zona. Algunos núcleos poblacionales están asentados en Chihuahua y la mayoría en tierras sureñas sonorenses. 

Durante la última década, sus tierras han sido codiciadas por las autoridades gubernamentales de Sonora, que iniciaron el proceso de construcción de la presa Pilares, bajo el argumento de controlar las aguas del río y evitar inundaciones, jamás se mencionó la posibilidad de mejorar las condiciones de vida de estas comunidades indígenas, que, con la implementación del mega proyecto, estarán aún más aisladas, ante el derrumbamiento de los puentes por donde solían cruzar el río.

El pasado agosto, la presidencia de la República inauguró la presa, anunciando, entre otros beneficios, la garantía de agua para 279 mil sonorenses en zonas urbanas y 50 mil hectáreas de cultivo. También se mencionó que, previo acuerdo, se iban a reubicar dos comunidades: Nuevo Mochibampo y Nuevo Chorijoa, donde se construyeron viviendas para sus habitantes, totalmente ajenas a sus viviendas tradicionales. 

Lo anterior, pese al sinfín de denuncias interpuestas por integrantes del propio pueblo, antropólogos y organizaciones de la sociedad civil y a la promesa incumplida de escucharles, a través de una consulta, antes de continuar la obra, que incluye la inundación de parte de sus lugares de residencia.

Con un amplio trabajo antropológico sobre el grupo afectado, Armando Haro de El Colegio de Sonora, ha sido una de las voces más críticas del proyecto, pues ha argumentado en múltiples foros que con este se daña al patrimonio biocultural del pueblo Macurawe, pues este patrimonio es “un sistema biocultural complejo e interdependiente, que abarca recursos biológicos, que van desde lo micro, como el patrimonio genético, a los paisajes, en distintas escalas; y los bienes culturales, referidos a tradiciones y prácticas ancestrales, que incluyen el manejo del ecosistema de manera sustentable, de fuentes de agua, bosques, suelos, minerales, alimentos, medicinas, semillas y fauna, a través de un sistema de normas de comportamiento que son aceptadas como derechos y responsabilidades de los pueblos”.

Desde 2013, la situación ha propiciado fricciones internas en las comunidades; amenazas de muertes contra quienes cuestionan el proyecto, incluido el propio Dr. Haro; desplazamientos forzados; tala de árboles, destrucción del ecosistema e inundaciones de poblaciones.

A pesar de todo lo anterior, en agosto pasado, la presa se inauguró, aunque había amparos ganados para detener las obras, decenas de quejas interpuestas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, y la solicitud de medidas cautelares ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de que las propias comunidades guarijías señalaron que se inundarían ante el acorralamiento territorial al que están sometidas a partir de este cambio en el entorno geográfico.

Ante los hechos, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales ha exigido al estado mexicano “detener las inundaciones del territorio Macurawe-Guarijío y cumplir su compromiso de efectuar adecuadamente una consulta a las comunidades para que estas ejerzan su derecho al consentimiento previo, libre e informado”.

El pueblo Macurawe fue uno de los últimos reconocidos por el gobierno de México, hasta la década de los 70, por años ha huído de la explotación y de la violencia, y ese aislamiento provocó que se pensara en su extinción, pero no fue así, pues más bien estaban resguardados en el llamado “bosque secreto”, un ecosistema donde hay más de dos mil especies vegetales diferentes, muchas de ellas endémicas, al igual que muchas otras de animales, y que han cuidado por siglos.

Ese bosque ha perdido su secrecía y su magia, hay la amenaza de abrir en su interior una mina de plata, principal posible beneficiaria de la obra de la presa; su cuidado ha pasado a segundo plano ante el embate de las grandes obras, que, en caso de seguirse desarrollando, impedirán la observancia de esos amaneceres que el pueblo guarijío desea seguir contemplando cada mañana y no se conviertan en memoria.