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Domar al presidente

El problema medular no es la corrupción, es la impunidad.

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Escrito en OPINIÓN el

Sorprende que quien adquiriera ilegal e impunemente la famosa casa blanca de las Lomas, ahora se ostente como artífice de una casa de cristal. El pasado 23 de junio se instaló el Consejo Nacional del Sistema Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales. El evento fue encabezado por Enrique Peña Nieto, quien consideró oportuno desviarse ligeramente del discurso que traía preparado e improvisar. Fue entonces que compartió con el público asistente una reflexión personal: Lo que el Estado mexicano y su sociedad estamos haciendo –y a lo mejor le voy a dar con ello material a más de un caricaturista– es auténticamente domar la condición humana, estableciendo límites, controles, obligando a la apertura y a la transparencia.

 

En algo tiene razón el mexiquense: Su declaración representa un invaluable material de inspiración para los caricaturistas, pero eso no es novedad. En lo que no reparó es que reveló su noción de la condición humana, y sobre eso la teoría política tiene mucho que decir.

 

Peña Nieto parte de una postura pesimista sobre la naturaleza humana. Para esta corriente, el hombre es corrupto por naturaleza y sólo puede enderezarse a través de un poder que lo controle y delimite. La fuente de la que manan premisas de esta índole es El Leviatán, una obra que pretendía legitimar la cesión del poder a un monarca absolutista. Para Thomas Hobbes la vida del hombre es solitaria, pobre, malévola, bruta y corta. Es por temor a la muerte violenta que las personas están dispuestas a ceder porciones de su libertad a cambio de que el Estado les garantice su seguridad. Estas ideas respondían a una realidad concreta –la de la convulsionada Inglaterra de 1651– por lo que es peligroso revisitarlas en una democracia contemporánea, más aún en una como la nuestra que pende de alfileres.

 

El Ejecutivo asume que quienes lo eligieron son seres corrompidos a los que hay que domar. Parte de una noción que se ubica en las antípodas de la democracia. Siguiendo a Montesquieu, no es el gobierno quien tiene que domar a los ciudadanos. Son los contrapoderes (sociales e institucionales) los que han de controlar y vigilar al gobierno.

 

Al autoproclamado domador de la condición humana no le vendría mal leer a Gabriel Zaid, quien tiene registrado 1438 como el año en que comienza a utilizarse la palabra corrupción. Corromperse es desviarse, echarse a perder, dejar de ser lo que se es. De esta definición se desprende que nada desde su nacimiento puede estar corrompido: Se corrompe en el camino.

 

Ante esta aclaración Peña Nieto podría replicar con una idea que ha reiterado en múltiples ocasiones: –¿Ya ven cómo tengo razón cuando digo que la corrupción es una cuestión cultural?–. Sin embargo, atribuir la corrupción al carácter de los mexicanos, además de erróneo y racista, es tramposo. Provoca que la asumamos como algo insuperable, intrínseco a nuestro ser colectivo, y por tanto tengamos que resignarnos a su inevitabilidad.

 

De igual modo, el problema de afirmar que la corrupción es parte de la condición humana es que los valores y experiencias en los que el declarante se formó los generaliza al resto de la humanidad. Habría que hacerle ver que hay mundo fuera de la burbuja del grupo Atlacomulco, que cada quien habla como le fue en la feria y que desde luego, somos diferentes.

 

Al plantear en su discurso que la corrupción sucede en todas partes del mundo, el presidente minimiza la gravedad del problema nacional y sus propias responsabilidades. Asimismo, cuando afirma que nuestro país va a la vanguardia en su combate, de plano desconoce la realidad. Basta consultar el Índice de Percepción de la Corrupción 2014 elaborado por Transparencia Internacional, el cual enlista a los países de menos a más corruptos. México se ubica en el lugar número 103 de 174 países seleccionados, detrás de China, Surinam y Egipto.

 

En vez de condición humana o factores culturales, ¿no se habrá preguntado el presidente qué incidencia tiene el contexto y las prácticas en la reproducción de la corrupción? ¿Acaso no hay condiciones socioeconómicas que propician el acto corrupto y otras que lo inhiben? ¿Por qué países como los escandinavos, Nueva Zelanda y Singapur tienen finanzas públicas más sanas, funcionarios honestos y un Estado de Derecho más sólido que el nuestro?

 

La respuesta es evidente: El problema medular no es la corrupción, es la impunidad. En esos países se toma en serio su combate y el corrupto no queda sin castigo. La diferencia es que allá los servidores públicos que son exhibidos en actos de corrupción, tráfico de influencias o peculado son castigados y depuestos de sus cargos. En cambio aquí las redes de complicidades los protegen y a veces hasta los premian con una candidatura. Cuando los encargados de aplicar la ley son los primeros en violarla, se instaura una pedagogía de la corrupción. El mensaje que se envía a la población es funesto: ser corrupto no tiene consecuencias e incluso es más redituable que ser decente.

 

Debemos enfatizar en la paradoja de que el presidente dedicara su discurso a enaltecer los  avances en transparencia y combate a la corrupción cuando en el marco de la negociación parlamentaria pretendió descarrilarlos.  Basta recordar que en el mes de febrero Humberto Castillejos, consejero jurídico de Presidencia, presentó en el Senado 88 modificaciones al proyecto de dictamen de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Sus proposiciones descartaban la posibilidad de que el INAI determinara la apertura de información relacionada con violaciones graves a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad; eliminaban la figura de “interés legítimo” para dejar a la interpretación discrecional de la autoridad la publicación de aquella información que pudiera comprometer la seguridad nacional. Asimismo, despojaban al órgano garante de la facultad de sancionar a los sujetos obligados que no cumplieran las disposiciones en la materia.

 

La intromisión del Ejecutivo en la negociación parlamentaria iba encaminada, una vez más, a diluir el espíritu original de la reforma constitucional a través de una legislación secundaria regresiva y contrapuesta. Ahora que se han consumado los avances, el gobierno se cuelga una medalla que no le corresponde. Estos logros son resultado de un esfuerzo en el que confluyeron expertos de la sociedad civil, representantes de los órganos garantes y legisladores de distintos partidos. La ley no se aprobó gracias, sino a pesar del presidente. Por lo tanto, lo que corresponde no es domar la condición humana, sino a Enrique y a su peña

 

@EncinasN