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De monumentos, patriarcado y feminismos: CDMX y Campeche

Los monumentos son registros simbólicos de una época y a través suyo se proyecta el discurso político-ideológico dominante de los gobernantes. | Fausta Gantús*

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Escrito en OPINIÓN el

En el contexto de la polémica desatada hace algunas semanas por tres decisiones engarzadas del gobierno de la Ciudad de México: remover la estatua del navegante Cristóbal Colón del icónico Paseo de la Reforma; sustituirla por la imagen de “la mujer indígena”, sí, así en singular; y que la obra fuera realizada por un artista, hombre y blanco, vengo a escribir estas líneas. Pero antes, permítanme señalar que no defiendo al viejo genovés al que han despojado de su pedestal, sólo espero que como obra de arte se le dé el debido tratamiento y alojamiento en algún museo. Tampoco estoy en contra de modificar el paisaje escultórico de un lugar, pero me pareció, aunque Claudia Sheinbaum haya reculado ante la presión pública, un total desacierto el proyecto de monumento que se proponía –además de estéticamente cuestionable– porque en todo caso debería de ser a las mujeres indígenas, así, en plural, reconociendo la diversidad de este país. Y, porque en los tiempos que corren, en el marco de las luchas feministas por cuestiones varias, me parece que habría sido más sensato para tal fin llamar a un concurso a mujeres artistas con alguna raíz indígena, o al menos mujeres, y no hacer una selección arbitraria, con resabios de amiguismo e influyentismo.

Al contrario de muches, como ya he apuntado, ni defiendo la permanencia del inquilino de la glorieta, ni me siento ofendida por la decisión de expulsarlo; ni creo que sea una especie de atentado contra la historia –aunque son claros los esfuerzos de las actuales administraciones federal y de la Ciudad de México por apropiarse de la historia nacional/patria y reescribirla a su modo, creencia y conveniencia–. Tampoco considero que el sólo hecho de sustituir una estatua cambie la historia, en todo caso cambiará el presente y el futuro de la historia urbana, de la historia de la ciudad, o para ser más precisa el discurso sobre la ciudad.

En efecto, estoy convencida que los monumentos son registros simbólicos de una época y a través suyo se proyecta el discurso político-ideológico dominante de los gobernantes o, en ocasiones, aunque muy pocas, de grupos minoritarios o de demandas o reivindicaciones de algún tipo, pensemos en el antimonumento a los +43, en memoria de los estudiantes desaparecidos/asesinados en Ayotzinapa, por ejemplo. En este sentido, aplaudo la magistral acción emprendida por algunas colectivas que instalaron la antimonumenta y bautizaron al espacio como “Glorieta de las mujeres que luchan”, impartiendo así lección a las autoridades y a las sociedades mexicanas, y dando cátedra de inclusión, porque la silueta de esa persona que demanda justicia puede ser cualquier mujer, porque ella sí representa a millones de mujeres.

Yo celebro el debate que se ha generado en torno a ese monumento en particular y celebro los debates que en las últimas décadas suelen surgir sobre los usos de los espacios públicos, en general, porque le hacen falta y le hacen bien a nuestra vida comunitaria. Lo que me sorprende, por el contrario, es la escasa manifestación que históricamente ha tenido la ciudadanía, en Ciudad de México y casi en cualquiera ciudad de México respecto a la intervención del espacio público. Lo que a vuelo de pájaro es posible observar es que la decisión de poner y remover estatuas y monumentos ha sido de las autoridades sin considerar a la sociedad a la que van dirigidas. Autoridades gubernamentales, de todos los niveles –municipal, estatal y nacional–, buscan proyectar su discurso político; un discurso predominantemente reduccionista, generalmente simplificador, tradicional y bastante conservador, a veces hasta con tintes religiosos, heteronormado, eurocentrista, patriarcal y machista –recordemos que el machismo lo reproducen tanto hombres como mujeres, y que ser mujer no hace de una autoridad o gobernante una feminista. 

Foto: Rubén González Gantús

Para muestra un botón: los monumentos, sí, en plural, de “Homenaje a la mujer campechana” o “Monumento a la mujer campechana”, y conocidos popularmente sólo como “La campechana”, porque no bastó con colocar una, sino que se han hecho réplicas y situado en la mayoría de los 12 municipios del estado (Campeche, Candelaria, Carmen, Calkiní, Dzitbalché, Escácerga, Hecelchakán, Palizada, Tenabo, quizá alguno se me escapa). La primera se colocó en la capital del estado en 2007 bajo el gobierno de Jorge Hurtado Valdez y fue realizada por Ricardo Ponzanelli, quien no es originario del estado ni ha vivido nunca ahí, lo que desde luego no es un impedimento para hacer una obra. Y, en última instancia, el problema no es el artista, quien se limita a aceptar un encargo –los artistas no viven del aire–. El tema debemos centrarlo en las autoridades que arbitrariamente deciden desde su reducida y miope visión del mundo, pues son incapaces de ver lo obvio: ¿una mujer campechana? ¿En serio, así, genérica? Pues sí, porque para ellos –en masculino– todas las mujeres somos lo mismo, somos iguales. 

En un estado plural, multi-étnico y multi-cultural –porque además de mayas, españoles y afrodescendientes a lo largo de su historia ha recibido al menos migraciones chinas y libanesas– y hay un constante flujo de personas que llegan a residir procedente de Tabasco, Veracruz, Quintana Roo, Yucatán, Chiapas y a veces desde el lejano norte; diverso en su geografía –desde la región de los ríos hasta la selva baja, la llanura costera o los cerros–; en el que se hablan varias lenguas –maya, ch’ol, tzeltal, q’anjob’al y el español–; en el que hay varias religiones e iglesias –católica, protestante, evangélica–; con población rural y urbana…, me detengo porque la lista es larga, y vuelvo al punto. En un estado así, con estas características sorprende la ignorancia de alguien/algunes que aún puedan creer que existe “una mujer campechana” arquetípica y prototípica.  

Por otra parte, esa mujer monumento –como les gustaría que fuéramos todas: quietecitas y calladitas– va vestida con el “traje típico”, hoy por hoy un disfraz en realidad puesto que dejó de usarse hace más de cien años. En la actualidad sólo se porta en los bailes folclóricos, en ciertas representaciones festivas, conmemorativas o teatrales, pero que nadie, nadie, nadie utiliza en su vida cotidiana, ni siquiera para los momentos especiales porque para eso está el terno maya y para el diario el huipil, que sí se utilizan. El vestido típico con el que se diseñó el monumento responde a la idealización del pasado y a las pretensiones gubernamentales de conformar y consolidar una identidad campechana: la campechanidad, que fue bandera de las administraciones de José Antonio González Kuri (1997-2003) y Jorge Hurtado (2003-2009) y que, aunque de forma disminuida, se ha mantenido como parte del discurso oficial. Ahora, parece resurgir en la nueva administración morenista, de origen priísta, pues el pasado 4 de octubre la gobernadora Layda Sansores encabezó un desfile para celebrar los 481 años de la fundación de la villa de San Francisco de Campeche portando el traje típico. Es cierto, fue en el pasado un vestido de uso cotidiano, especialmente durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, aunque sólo de una parte acotada de la población femenina. Hoy por hoy, en realidad, habría que cuestionarnos sobre qué representa y a quién/quiénes representa.  

Además, resulta que el monumento es un “homenaje” por lo que debemos sentirnos, supongo, agradecidas, reconocidas y orgullosas, pero sobre todo agradecidas. Por otro lado, no dejo de preguntarme, ¿por qué no hay una estatua de “Homenaje al hombre campechano”? Digo, para establecer equilibrios. 

En fin, que sobre monumentos y otras intervenciones de los espacios públicos hay mucho por debatir.

* Fausta Gantús

Escritora e historiadora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Es autora de una importante obra publicada en México y el extranjero, entre las que destaca su libro “Caricatura y poder político”. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888”. Ha coordinado varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX (atarrayahistoria.com) y es co-autora de “La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892” de reciente publicación.