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De hipocondriacos y check-ups médicos

Conforme fui creciendo mi aversión por los hospitales creció conmigo. Y para mi mala fortuna, dicha fobia se topó con la hipocondría. | Alejandro F Basave A.

Por
Escrito en OPINIÓN el

“El arte de la medicina consiste en distraer al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad”.

Voltaire

Siempre me ha llamado la atención lo mucho que le temo a los hospitales. Además, creo que es el miedo más longevo que tengo y seguramente tiene su origen en el incidente al que apodo “Perisur Rojo”.

“Perisur Rojo” transcurrió cuando tenía yo unos cinco años y esperaba a que mi mamá me comprara unos zapatos para la escuela en una tienda departamental de la Ciudad de México. Mi hermano Agustín y yo jugábamos a que él era un torero y yo un toro al que él debía torear con su chamarra roja. El refinado juego, como seguramente imaginara querido lector, requería de mucha concentración y gran destreza mental. Las reglas eran claras; yo ponía mis dos manos en forma de cuernos sobre mi cabeza y me abalanzaba hacia mi hermano corriendo de un lado a otro tratando de cornearlo.

Todo era risa y gritos nerviosos hasta que en un espectacular arranque, me tropecé con algo y salí proyectado contra un estante con esquinas de metal (de esos que están a la mitad de los pasillos con mercancías en rebaja). Choqué con la cabeza y recuerdo que mientras mi mamá me llevaba en brazos corriendo al carro para ir al hospital, veía la tienda color rojo por la sangre que caía de mi frente. Así, terminé en el hospital con 7 puntos en la cabeza que mi calvicie prematura cada año revela más.

Conforme fui creciendo mi aversión por los hospitales creció conmigo. Y para mi mala fortuna, dicha fobia se topó con la hipocondría que me heredó el lado Basave de mi familia. Es decir, me convertí en un hipocondríaco con fobia a los hospitales. Si sentía un raro dolor en la panza y me imaginaba que tenía cáncer de páncreas, debatía internamente sobre si era realmente necesario ir a una consulta médica, y casi siempre ganaba el “no”. Así, terminaba alicaído con mi diagnóstico inicial y con un malestar que seguramente hubiera sido menos doloroso y/o más corto de haber ido a una consulta médica.

Pasaron los años y mi imaginación me seguía diagnosticando terribles enfermedades que casi siempre eran validadas por el nuevo y mágico mundo que me abrió el motor de búsqueda de Google. Lo que en ocasiones iniciaba con una búsqueda de causas de un dolor de cabeza, terminaba con un claro cuadro de peste bubónica.

La solución a este sadomasoquista ejercicio llegó de manera fortuita. Mi seguro de gastos médicos incluía un check-up médico anual y en él encontré una ventana de oportunidad en la que se conjugaron mi tacañería y la posibilidad de evitar tantas visitas a los hospitales sin descuidar a mi hipocondría. Empecé con los check-ups médicos hace ya seis años y todos me han hecho hacer ajustes en mi estilo de vida con la promesa de evitar a los hospitales. Y ni qué decir de las anécdotas que me han regalado.

En un check-up médico, por ejemplo, le confesé a la enfermera que me atendía que no me gustaban las jeringas y que el brazo derecho (del que -sin previo aviso- ya me tenía sujetado) no siempre dejaba ver la vena por la que debía entrar la aguja de la jeringa. La mujer, que era de composición robusta y de ideas firmes, ignoró mi advertencia y prosiguió su ritual. Me pidió abrir y cerrar el puño muchas veces y yo con una obediencia que no conocía hice caso. Después de uno o dos minutos la vena no se veía por ningún lado. Molesta por ello y por mi insolencia de recalcárselo, me dio cinco o seis jeringazos en el brazo sin darle a la mentada vena. Cuando se disponía a tratar otra vez, me armé de valor y le dije que ya estaba bueno. Que mejor probara el otro brazo como inicialmente le había sugerido. Acto seguido, apareció una vena pero en la frente de quien ahora era mi peor pesadilla, mientras espetaba que como yo me puse nervioso la sangre se cohibía, y que me tenía que relajar. Esto ya se estaba volviendo personal. Le insistí que tratará con mi otro brazo y aceptó. Bastó abrir y cerrar el puño un par de veces para que por fin apareciera una vena en mi brazo. Fúrica, metió la aguja de la jeringa en mi brazo, ahora sí salió sangre y antes de que pudiera decirme algo dije al aire: “Qué curioso… Mi sangre del brazo izquierdo es menos penosa que la del brazo derecho”.

Pues este año regresé al mismo laboratorio pero para mi desgracia no estaba mi vieja amiga. Me atendió una nueva enfermera cuya paciencia a mis preguntas hipocondriacas es de destacarse. Abajo una muestra:

AFBA: Oiga, ¿y para qué sirve el electrocardiograma?

Enfermera: Para registrar que las señales eléctricas de su corazón sean adecuadas.

AFBA: ¿Y cuál es el parámetro para que sean adecuadas?

Enfermera: (Ininteligible).

AFBA: Puede profundizar en lo que significa “adecuadas”. Adecuadas para mi edad, peso y estatura o a cualquier ser humano que todavía respira?

Enfermera: (Con asomos de desesperación) Adecuadas para alguien como usted.

AFBA: ¿Y cómo soy yo?

Enfermera: (Breve risa forzada)

AFBA: Supongamos que mi ritmo cardiaco no es “adecuado”. ¿Qué puede significar eso?

Enfermera: (Claramente desesperada) Eso lo tendrá que revisar con su médico particular.

Durante fugaces diálogos como el arriba transcrito continuó mi check-up médico sin mayores eventualidades. Toda pregunta que lanzaba era respondida con una alta dosis de ambigüedad y de disclaimers que solo los abogados y los médicos pueden alcanzar.

Terminé todas las pruebas no sin antes agradecer la paciencia del staff del laboratorio. Nos deseamos un buen día con esas sonrisas falsas que nos obligan a dar los buenos modales, y caminé rumbo a la salida diciendo: “Nos vemos en un año, si Dios quiere”.

Aforismos para Galletas de la Fortuna

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