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Cuarta Transformación o Comunidad de Campaña

Hablar de la Cuarta Transformación sin definir qué forma es la que se cambia y en qué se transforma, es jugar con la indefinición. | Luis Farías Mackey

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Escrito en OPINIÓN el

“Transformar” es hacer cambiar de forma a alguien o algo. Hablar de la Cuarta Transformación sin definir qué forma es la que se cambia y en qué se transforma, es jugar con la indefinición.

La Cuarta Transformación no puede ser más que de la República, de hecho, debiera llamarse la “Cuarta República”.

Apelar a la República es llenar la transformación de soberanía popular, de poder derivado por mandato y representación políticos, de renovación periódica de gobierno. Entender la transformación como Cosa-Pública es hablar de ciudadanos, pluralidad y libertades; de polis; es recuperar contratos sociales y defensas colectivas; es negarnos a cambiar conceptos como patria, nación, identidad por “marca país”.

Llenar de República la transformación es evitar cuatro grandes riesgos: banalizar (más) el espacio público; ser englobados en el concepto reductor y despersonalizante de pueblo; quedar condenados a la polarización y disminuidos a “comunidad de campaña”.

La función del espacio público es arrojar luz sobre los asuntos que nos son comunes, ese espacio se obscurece por la banalización simplificadora de los asuntos y descalificadora de los actores; convirtiendo la acción y deliberación políticas en performances que enfrentan los problemas con ocurrencias (Corazoncitos).

La banalización del espacio público convierte al político en showman, cuando no en clown (Noroña).

Pero la banalización también simplifica la complejidad social para asimilarla en dos polos irreductibles: el “pueblo puro” frente a las élites corruptas (la mafia del poder). El pueblo es un concepto difícil de especificar, “una invocación, un recurso retórico para descalificar al conjunto de la clase política y atraerse al grueso de los votantes” (Vallespín y Bascuñan, 2017). La invocación al pueblo pretende fundir el pluralismo del “pueblo social” en una identidad única, indiferenciada, aglutinadora y homogeneizante; algo, por cierto, que solo puede aprehenderse mediante la exclusión del otro (ibídem).

Esta ecuación, tan maniquea como artificial, se construye sobre una negación reciproca: “nosotros” son los “no ellos”, y “ellos” los “no nosotros”. Su producto es polarizante; para el neopopulismo el pueblo sólo se define por su antagónico, todo aquello que le queda excluido. Por eso el signo de los tiempos es el ressentiment, “resentimiento existencial hacia la esencia misma de otras personas, causado por una intensa mezcla de envidia, humillación e impotencia, que a medida que persiste y se profundiza envenena a la sociedad civil y socava las libertades políticas” (Pankaj Mishra). Baste ver el tono de la discusión pública en redes para acreditarlo.

Comunidad de guardarropa

La invocación de un pueblo monolítico es una entelequia porque, en palabras de Habermas: “el pueblo sólo aparece en plural”; la unanimidad sólo se expresa en masa, despersonalizada y maleable.

Hay que invocar la República para recuperar al ciudadano del mero espectador-consumidor de procacidades políticas.

“Victimas de las presiones individualizadoras, los individuos están siendo progresiva pero sistemáticamente despojados de la armadura protectora de su ciudadanía y expropiados de su habilidad e interés ciudadanos. En estas circunstancias, las perspectivas de que el individuo de jure se transforme en un individuo de facto (o sea, aquel que controla los recursos indispensables de una genuina autodeterminación) son cada vez más remotas” (Bauman, 2000).

Fue Bauman quien, al describir la modernidad líquida, señaló que “las comunidades tienden a ser volátiles, transitorias, ‘monoaspectadas’ o ‘con un solo propósito’. Su tiempo de vida es breve y lleno de sonido y de furia. No extraen poder de su expectativa de duración sino, paradójicamente, de su precariedad y de su incierto futuro, de la vigilancia y de la inversión emocional exigida por su frágil pero furibunda existencia”. De allí acuñó el concepto “comunidad de guardarropa”: “los asistentes se visten para la ocasión (...) la función nocturna es lo que ha atraído a todos, por diversos que sean sus intereses y pasatiempos diurnos”. Antes de entrar al auditorio, todos dejan sus abrigos en el guardarropa. “Durante la función, todos los ojos están fijos en el escenario, que concentra la atención. La alegría y la tristeza, las risas y el silencio, los aplausos, los gritos de aprobación y los jadeos de sorpresa están sincronizados -como si estuvieran guionados y dirigidos-. Sin embargo, cuando cae el telón, los espectadores recogen sus pertenencias del guardarropa, vuelven a ponerse sus ropas de calle y retoman sus diferentes roles mundanos.

“Las comunidades de guardarropa necesitan un espectáculo que atraiga el mismo interés latente de diferentes individuos, para reunirlos durante cierto tiempo en el que otros intereses -los que los separan en vez de unirlos- son temporalmente dejados de lado o silenciados. Los espectáculos, como la ocasión de existencia de una comunidad de guardarropa, no fusionan los intereses individuales en un ‘interés grupal’: esos intereses no adquieren una nueva calidad al agruparse, y la ilusión de situación compartida que proporciona el espectáculo no dura mucho más que la excitación provocada por la representación (...) Los espectáculos han reemplazado la ‘causa común’” (Ibidem).

Valga la extensa cita para describir el último riesgo de no llenar de República la Cuarta Transformación: ser una “comunidad de campaña” que solo palpita al unísono mientras los acordes electorales duran.

Hay que llenar de Re-Pública la transformación para evitar, citando a Arjun Appadurai, que la democracia liberal sea substituida por algún tipo de autoritarismo populista.

Cuarta Transformación, ¿determinismo histórico?@LUISFARIASM  | @OpinionLSR | @lasillarota