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Cuando la madre rivaliza con su hija

Difícil discernir cuándo los prejuicios de la madre encubren una forma de rivalidad con la hija. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Las páginas más bellas y conmovedoras de Marguerite Duras, son aquellas en donde habla de su madre. Un vínculo de culpabilidad y conflicto. La intensidad del amor de su madre por el hermano mayor, su manera de ignorar al hermano menor. La cotidiana puesta en escena de su desgracia, su conflicto con una hija tan distinta a ella. “Un dique contra el Pacífico” es la desgarrada historia del amor-odio de la escritora con la familia de los orígenes. Un vínculo pesado como una lápida y ante el cual, su tan leída historia de amor con el amante chino no es sino colocar –temporalmente– afuera, lo que se jugaba adentro: desde la perversidad del mayor, la fragilidad del pequeño, la escritura de la hija, cada uno de distinta manera fue un galeote de la madre viuda.

Después de una relación de una gran intimidad con su madre durante la infancia, Simone de Beauvoir abre en la adolescencia un gran conflicto entre las dos, a pesar suyo. Su madre es una mujer conservadora, religiosa, muy pendiente del “deber ser” social. La hija se convierte en una estudiante brillante, no quiere casarse ni tener hijos. La hija escribe y frecuenta una banda de intelectuales de izquierda que, para la madre, no pueden ser sino “malvivientes”. Simone de Beauvoir era ya una de las mujeres más célebres de occidente, su lectura transformaba la vida de decenas de miles de mujeres y su madre, desde las alturas, la barría con la mirada.

Simone es “la vergüenza” de su familia. En los últimos tres meses de su vida la madre intenta aceptar la diferencia. “Su enfermedad había fisurado el caparazón de sus prejuicios y de sus pretensiones: quizá porque ya no tenía necesidad de esas defensas”, escribe Beauvoir en “Una muerte muy dulce”. Difícil discernir cuándo los prejuicios encubren una forma de rivalidad. Cuándo son un pretexto para rechazar a esa hija que es capaz de irrumpir con elecciones que cuestionan las elecciones de la madre. La vida misma de la hija se convierte entonces en una forma de violencia para la madre. Como si cada logro de la hija le infligiera una derrota. Como si cada elección de la hija distinta a las suyas le cuestionara su vida.

Sucede sobre todo con las madres muy dominantes y narcisistas. Allí donde la separación de cuerpos y de vidas está prohibida. La madre exige la repetición que la confirme, por un lado. Por el otro lado existe esa frase terrible: “¿Por qué tú pudiste y yo no?”. “¿Por qué tu pudiste irte a vivir a Londres y yo no? ¿por qué tú pudiste divorciarte y yo sigo con tu padre? Odio a tu padre”. Lo dijo una madre en la mesa de un café, con una rabia que hizo temblar los cristales. La hija le agradeció esa perla rara: su honestidad, por una vez.

Mientras la hija es una niña, la fantasía de fusión existe. La fusión puede prolongarse –con sus efectos terribles– a lo largo de toda la vida. Para la hija como para el hijo. Es el momento en el que la hija comienza a manifestar sus propios deseos, a buscar su identidad, como sucede en la adolescencia, cuando el conflicto estalla. No hay lugar para la singularidad. La madre no tiene las herramientas para aceptar a esa hija que no es ni su prolongación, ni su prótesis. Sólo entiende el vínculo en dos que son una: Ella. Una madre rompe furiosa la foto de su hija tomando el sol en traje de baño. “¿Qué, te crees muy guapa? Yo también fui muy guapa; ya se te acabará”. Se inmiscuye en sus cajones, lee su diario. “No te mereces ni el aire que respiras”, dice. En realidad, lo que quiere decir es, “no soporto que respires sin mis pulmones, no soporto que respires siendo otra, fuera de mí, alejada de mí”.

El psicoanalista Jacques Lacan Lacan habla de “la madre estrago”, usó la metáfora de una cocodrila que abre sus fauces para devorar a sus hijos. A menos que un tercero intervenga y haga el corte. En las familias del tercero ausente (aunque esté físicamente presente) la cocodrila cierra sus fauces. Con la hija/el hijo adentro. En “Apegos feroces”, la escritora Viviana Gornick narra los avatares de su relación fusional con su madre. Y sus profundas diferencias. Es también una historia de rupturas generacionales. La madre es una migrante judía de origen precario, la hija una mujer que tuvo la oportunidad de ser universitaria y crecer en Nueva York. El padre es con frecuencia el ausente en estas historias, o el “convidado de piedra”.

Delphine De Vigan en “Nada se opone a la noche”, intenta recrear la vida de su madre para intentar entender un algo de su crueldad. Después escribe “Basada en hechos reales”, una historia terrible de culpa y persecución. En este segundo libro, una mujer enfrenta a otra que se va convirtiendo en una especie de doble sádico. Nunca queda claro si esa otra mujer existe o ella la imagina. Como en un brote de locura. Esa madre que exigió la fusión es, quizá, colocada en esa otra mujer que la acosa. Como si para Vigan no hubiera sido posible escribir de su madre, sin ser castigada. Es-tragada.

Desde el psicoanálisis: “La madre estrago” de Cristina Jarque y Lola Burgos. “El estrago del vínculo materno” de Vanessa Brassier. “Entre madre e hija: un estrago” de Marie-Magdeleine Lessana. “Fusión madre-hija. Rescatarse sin dejar la piel” de Doris-Louis Haineault. La madre en la película “Cisne negro” de Aronofsky. Incapaz de separar la piel de la hija de la suya. La hija al borde del brote psicótico. Y la más estragada de las relaciones: la madre y la hija de Elfriede Jelinek en “La pianista”. Las extraordinarias arañas-mamá de Louise Bourgeois. Sus jaulas con vestidos originales de su madre. La tela de la araña tan amada. El vínculo madre- hija como una jaula. Una jaula que incluye la más tremenda de las promesas: “te amaré toda la vida si te pareces a mí, si vives como yo, si repites mis elecciones, si eres mi anexo. Mi prótesis”. Y la peor amenaza: “te odiaré a muerte si te singularizas. Estoy dispuesta a aniquilarte si me dejas. Te voy a aniquilar y la culpable, serás tú. Estás advertida”.