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Constituyente, la falta de pueblo, lo que le sobra de partidos

Los partidos tienen el monopolio de las candidaturas y en sus listas vemos los mismos nombres impresentables de siempre.

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Escrito en OPINIÓN el

Nunca me ha gustado el papel de aguafiestas, pero ante la Opera Bufa que promete ser el Constituyente de la Ciudad de México no queda de otra.

 

No veo en el horizonte a ningunos Padres Fundadores que del inmanente social puedan generar algo remotamente digno, presentable y eficaz. Veo, sí, hogueras de vanidades sobre las que prevalecen la urgencia de salir en la foto e inscribir su nombre en una historia que con enfermiza obsesión apresuran a la ignominia.  Constituyentes de café, lista y alcurnia; peritos en el pasatiempo de elaborar constituciones e integrantes de nóminas de vendedores de cartas magnas en las que nunca se pone el sol, ni las generaciones y en las que los saltos de partido e inconsistencias ideológicas se coleccionan como corcholatas.

 

Pero, salvo alguna prodigiosa excepción, ninguno con capacidad para leer la realidad, direccionar los acontecimientos e inaugurar nuevos tiempos y formas organizativas. Repito, salvo pasmosa excepción.

 

Las grandes constituciones son producto de convulsiones sociales de escala  telúrica, no de cambios de marca y logotipo. Su consistencia es directamente proporcional a su enraizamiento en y movilización de la sociedad. Y a este constituyente lo que le falta son ciudadanos y causas. Por supuesto que los “expertos en constituciones” habrán de conjuntar en un amasijo primordial cuanta causas encuentren a la mano para maquillar a su Frankestein, lo cual no garantiza ni su debido procesamiento ni su adecuada solución. Lo que no podrán generar nuestros aprendices de brujo constituyente es fuerza ciudadana.

 

Son muchos los pecados de esta farsa, pero el principal es su cepa partidocrática. La Revolución Francesa se perdió en la lucha de las facciones en la Asamblea Nacional, que con sus delirios y voracidades prefiguraron el modelo de sistema de partidos aún imperante hoy en el mundo entero; tan ajeno y distante al pueblo entonces como ahora. Hannah Arendt lo describe magistralmente: “al no existir un entendimiento entre las distintas facciones parlamentarias, se convirtió en una cuestión de vida o muerte para ellas lograr el dominio sobre las restantes, y la única forma de conseguirlo era organizar a las masas fuera del Parlamento y aterrorizar a la Asamblea con esta presión que procedía del exterior.

 

"Por ello, la forma de dominar a la Asamblea era infiltrarse y, en su día, apoderarse de las sociedades populares (organizaciones sociales de las 48 secciones de la Comuna de París), declarar que solo una facción parlamentaria, los jacobinos, era auténticamente revolucionaria, que solo las sociedades afiliadas a ella eran dignas de confianza y que todas las demás sociedades populares eran ‘sociedades bastardas’. Vemos aquí, concluye Arendt, como en los propios orígenes del sistema de partidos, la dictadura de partido único surgió de un sistema multipartidista”. La guillotina y el terror vendrían como consecuencia, agregamos nosotros.

 

La mecánica no nos podría ser más conocida, la cooptación de causas, movimientos y liderazgos para utilizarlos como carne de cañón en la lucha de facciones por el poder, sin mayor compromiso con los contenidos ideológicos y propuestas programáticas del inmanente social. Asunción de una calidad moral única y satanización de toda diversidad. En el fondo, encontramos desde sus inicios el problema no resuelto de la representación política, por medio del cual el ciudadano es despojado del poder que, por el voto, se entrega a sus representantes políticos, en quienes se asienta el poder efectivo en ignorancia y olvido del ciudadano, a quien se le molesta periódicamente solo para efectos de ratificar su desposesión.

 

Jefferson se percató al final de su vida que el gran pecado de ambas revoluciones, la americana y la francesa, había sido atribuir al pueblo participación política sin más espacio público y periódico que la urna.

 

Pues bien, a este constituyente le falta tanto pueblo como le sobran partidos. Éstos tienen el monopolio de las candidaturas y en sus listas vemos los mismos nombres impresentables de siempre, salvo excepciones no registradas por el prejuicio antipartido de quien esto escribe. Los independientes, de llegar, serán testimoniales y, de suyo, cuestionables, porque para levantar 74 mil firmas en un mes se requiere de un aparato parapartidista de dudosa catadura. Y luego vienen los constituyentes constituidos, designados por dedazo por las cámaras, ergo, por las cuotas partidistas (facciones) y por los ejecutivos federal y de la Ciudad de México. El mayor de los absurdos posibles.

 

Los artífices de este margallate no entendieron que “una constitución no es un acto de gobierno, sino un pueblo que constituye un gobierno” (Thomas Paine). En palabras del mismo autor, “una constitución es algo que precede a un gobierno, y un gobierno es solo la criatura de una constitución”.

 

Pero el problema no es solo de concepción, integración y procesamiento, sino de lo que Jefferson llamó “despotismo electivo”, por el que “ciento setenta y tres (en la especie CDMX cien) déspotas serían, sin duda, tan opresivos como uno solo”, porque, nuevamente cito a Arendt, se cree en automático y acríticamente que poder y Derecho tienen el mismo origen. El problema radica en la diferencia entre poder y autoridad. Para los romanos el asiento del poder era el pueblo: potestas in populo. Pero este poder requería una forma de expresión y gobierno para ser efectivo, y de allí devenía auctoritas in senatu, de donde se deriva que toda forma de gobierno debe tener, a la vez, poder y autoridad, ergo: senatus populusque Romanus.

 

Ahora pregunto, ¿qué poder sin pueblo puede tener este constituyente y, en consecuencia, qué autoridad?

 

@LUISFARIASM

@OpinionLSR