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Conmigo o contra mí… o contra mí mismo

En la más terrenal y mundana política, la distinción entre amigos y enemigos tiene el peligro de prescindir del oficio de hacer política. l José Roldán Xopa

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Escrito en OPINIÓN el

“O se es liberal o conservador”, “o se está en favor de la transformación o se está en contra”, “o se está conmigo o se está contra mí”.

En lógica se conoce como la “falacia del falso dilema”. En política, se trata de un recurso retórico muy antiguo, y, cuando se invoca desde un cargo público se afecta el rol que se asume en democracia.

La relevancia de la lógica en el lenguaje, en la expresión del pensamiento, en el ejercicio del poder y en la democracia no es cosa menor. Las palabras tienen poder, pueden seducir o suscitar aversión. Con palabras construimos la percepción que de los seres humanos se tiene. Y desde el poder, quienes lo ejercen, afectan a los demás y a sí mismos.

El emplazamiento a que se tome una definición, que en la misma sólo haya dos opciones y una de ellas implique el riesgo de ser calificado como adversario o enemigo, es en sí misma problemática y cuyas implicaciones y consecuencias requieren ser examinadas.

La trampa cazabobos

Una trampa es un artificio que se usa para la caza. Hay algo de engaño, por ejemplo, cuando se coloca un cebo o una carnada para atraer a la presa deseada. En la polarización se propicia el caldo de cultivo para orillar al partidario al apoyo y al adversario al repudio. 

Al urgir la definición del conmigo o contra mí, la persuasión no solamente repudia al contrario, sino al “pusilánime”, quién no se defina, lo sería por el solo hecho de no definirse. La carnada está en la convicción, en la valentía, en todo aquello que sea el envoltorio para darle un valor, una justificación. Los seres humanos requerimos de justificaciones.

La “falacia del falso dilema” tiene tal nombre porque contiene una trampa argumentativa, pues induce a pensar en sólo dos alternativas cuando hay muchas más y a negar una realidad mucho más compleja. La falacia simplifica, elude la necesidad de razonar y convencer, descalifica, por principio, las razones del otro; tiende a prescindir del debate.

En la democracia, recurrir a tal dilema tiene el gran riesgo de ignorar la pluralidad, y, paradójicamente, al simplificar el conflicto, fortalece y, a la vez, crea al adversario. 

El dilema le facilita al adversario la elección del calificativo: “tú eres conservador” vs “tú eres comunista” o alguna otra forma de distinguir, no importa si resulta estridente, entre el bien y el mal, lo moral de lo inmoral.

No por nada el dilema se ha empleado en la narrativa religiosa: “El que no está conmigo está contra mí” (Mateo 12:30); o en política: “Cada hombre debe elegir entre nuestro lado o el otro lado” (Lenin); o en la cinematografía: “Si no estás conmigo, eres mi enemigo” (Darth Vader, Star Wars, Episodio III)

La trampa lleva a prescindir de las razones para invocar a la fe, a la creencia, cuando no al dogma. Si la distinción entre el amigo y el enemigo está en la calificación de “conservador” o “comunista” o la posición respecto de la “transformación”, sin la posibilidad de atender a matices, se cae en otra trampa, la del “salto lógico”.

Responder al emplazamiento con un sí o un no sin discutir previamente lo que significa ser “conservador” o “liberal” o qué significa la “transformación”, dirige a la conclusión sin pasar por las premisas. Por ejemplo, recurrir a símbolos religiosos para justificar un discurso político me podría parecer muy conservador y antiliberal. Firmar el TMEC me parece liberal e incluso neoliberal. 

Definir una posición a partir de lo “anti” es igualmente riesgosa y tramposa. Si se urge tomar una posición a partir de que se está ante un “comunista”, sin discutir previamente que se entiende por tal, se está lanzando una red para atrapar a tontos útiles (creo que diría Lenin) de la misma manera que si se les tacha a los otros de neo porfiristas.

La responsabilidad y el cargo

El ejercicio de cargos públicos coloca a las personas en un rol que va más allá de los “estilos personales”. El cargo es un rol cuyas características se configuran jurídicamente independientemente de quien lo ocupe. Desde la Constitución hasta los Códigos de Ética o de Conducta, a la manera de un libreto recrean la forma en que deben ejercer el cargo los servidores públicos. 

Los deberes de gestión, por ejemplo, están en la imparcialidad, en el trato respetuoso y digno que debe darse a las personas por quien ejerce el poder independientemente del sentido de su voto. La igualdad y no discriminación establecidos constitucionalmente vuelven intrascendente por quién votó “x” o “y”, y lo anterior debería trasladarse al discurso de quien ejerce el cargo público quién dejó de ser candidato.

La responsabilidad por el cargo tiene su justificación subyacente en la ética de la responsabilidad a la que aludía Weber. El gobernante (el político con poder jurídico) es responsable de las consecuencias que sus actos causen en los demás. 

La distinción es relevante si el trato es el mismo para todos o si es distinto en función de si es amigo o enemigo.

La visión entre amigo o enemigo depreda al Estado como bien público.

La trampa del éxito aparente

Que los falsos dilemas se empleen, sin duda se debe a su éxito. Los seres humanos necesitamos creer y la simplificación de opciones nos facilita la elección. Pero, la opción por dios funda religiones que no pueden prescindir del diablo para alimentar su existencia.

En la más terrenal y mundana política, la distinción entre amigos y enemigos tiene el peligro de prescindir del oficio de hacer política mediante acuerdos, consensos, de dar lugar a la cooperación.

Lo que suceda en el futuro es incierto, pero ahora conocemos los materiales para el empedrado de la ruta.