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¿Cómo se mide la austeridad?

Es preciso caminar hacia mejores y más transparentes mecanismos, antes que quedarnos sólo en los buenos deseos y simpatías hacia la austeridad. | Norma Loeza*

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Escrito en OPINIÓN el

La llamada “austeridad republicana”, ha sido una de las banderas emblemáticas de la llamada Cuarta Transformación que encabeza el presidente Andrés Manuel López Obrador. Presente en su discurso desde que era aspirante a presidir el Poder Ejecutivo, ha sido utilizada no sólo como recurso simbólico, ya que, en la práctica, ha orientado las decisiones que se han tomado referentes al uso y disposición del gasto público.

Aún sin haberla definido a profundidad, en el discurso público se extiende la idea de que se trata de una serie de medidas orientadas a frenar el despilfarro de recursos y con ello combatir la corrupción. 

Por lo menos, es eso lo que parece estar en el centro de la discusión cuando se habla de “ahorros” y se afirma que “sin corrupción, alcanza para más”. Sin embargo, seguimos sin tener una definición precisa o una orientación operativa de lo que significa un gobierno austero, incluidas las implicaciones que tendría definir prioridades y mecanismos específicos de control, ejercicio y evaluación del gasto, utilizando dicha lógica.

Por ello, es necesario diferenciar la austeridad que puede existir en las personas, de la que necesitamos para los gobiernos. Una persona austera, evidentemente gasta en lo necesario, y digamos, se guía por la lógica de tener suficiente para lo importante. Pero eso se vuelve complicado cuando hablamos de la austeridad de un estado, en donde las necesidades son muchas, y para cada una de las facciones, actores políticos, poblaciones en vulnerabilidad y sectores diversos, esa suficiencia se mide con distinto nivel de importancia.

Al final del día, la verdad es que todos los gobiernos resultan austeros en ciertos temas y generosos en otros. Depende del proyecto, la visión, las prioridades, las deudas y en ocasiones también -por qué no decirlo- los favores y prebendas comprometidas.

Por décadas, el gobierno mexicano ha sido “austero” en temas relacionados con el ejercicio pleno de los derechos humanos o la igualdad sustantiva. La necesidad de invertir más y mejor en salud, educación, protección social, sistema de cuidados o medio ambiente, conforme a las recomendaciones internacionales, no es un tema nuevo en las discusiones acerca de la conformación de los presupuestos durante los últimos sexenios.

Año con año, en las negociaciones y discusiones por la asignación presupuestaria que se dan en el Congreso previas a su aprobación, la constante es denunciar la falta de interés y abandono de algunos temas. Un antiguo mecanismo que hoy por hoy, sólo reordena algunos rubros, premia o castiga a otros; y en general, no redistribuye con enfoque de género o de derechos humanos.

Esta estira y afloja, no ha desparecido con la austeridad republicana, ni tampoco ha generado mejores mecanismos que fortalezcan la asignación del gasto, la evaluación o la transparencia. Y si bien actualmente hay más posibilidades de dar seguimiento ciudadano al proceso de aprobación del presupuesto, ello no se ha visto reflejado de manera evidente en presupuestos orientados a garantizar derechos o a nivelar las desigualdades.

La austeridad aplicada en ciertos temas de interés particular, y raramente fundamentada en diagnósticos precisos, provocó a su vez la debilidad institucional que hoy, por ejemplo, ha sido una de las principales razones para no poder hacer frente a la enorme crisis sanitaria y económica que ha representado la pandemia por covid-19.

Es claro entonces que invocar la austeridad sin una definición clara de lo que en realidad significa tener suficiente para lo necesario, no es muy diferente de elaborar presupuestos conforme a los intereses de grupos que se privilegiaban de la opacidad, como sucedía en gobiernos provenientes de otras corrientes políticas.

Esta reflexión nos lleva además a poner sobre la mesa otro punto importante: la austeridad como medida que controle y contenga el despilfarro, el desvío de recursos y la corrupción. Pareciera ser coherente decir que si nos enfocamos en atender prioridades específicas, será más fácil identificar en dónde los recursos se fugan o desparecen a causa de la corrupción.

Sin embargo, la sola invocación de la austeridad no ha sido suficiente para combatir la corrupción, uno de los más graves problemas que enfrenta el país. Decir que gastaremos menos, que habrá menos dinero y que, por lo tanto, habrá menos para robar, es un razonamiento ingenuo después de conocer la manera en que se sobornó a altos funcionarios en el tema Odebrecht o la manera en que se firmaban convenios para desviar recursos en la estafa maestra.

La austeridad sería buena idea si viniera aparejada de una decidida reducción de espacios discrecionales para el ejercicio del gasto y un mecanismo de vigilancia y sanción efectivo. Siendo la austeridad en sí misma –como hemos dicho– un espacio discrecional, el solo hecho de invocarla hace que sea imposible operativizarla y medir el grado de avance que se logra en el mejor uso de los recursos públicos gracias a ella.

Al final del día, la austeridad como idea queda en eso: un ordenamiento que apela al sentido ético de las y los funcionarios, sin poder medirse como un indicador de eficiencia o cumplimiento. Sin embargo, que nadie crea tampoco que es innecesaria. Lo complicado en realidad, es lograr el tránsito virtuoso entre esas asignaciones de gasto que se perdían en derroches, hacia un tipo de gasto del que puedan hacer uso instituciones que han sido debilitadas por el despilfarro histórico y hoy necesitan desesperadamente recursos para ser eficientes.

Nadie dice que lograr eso sea sencillo. Por eso es preciso caminar hacia mejores y más transparentes mecanismos, antes que quedarnos sólo en los buenos deseos y simpatías que la idea de la austeridad anima, en un país tan saqueado por la incontenible y normalizada corrupción que ha vivido durante tantos años.

*Mtra. Norma Lorena Loeza Cortés

Educadora, socióloga, latinoamericanista y cinéfila.  Orgullosamente normalista y egresada de la Facultad de Ciencias Políticas sociales de la UNAM. Obtuvo la Medalla Alfonso Caso al mérito universitario en el 2002. Fue becaria en el Instituto Mora. Ha colaborado en la sociedad civil como investigadora y activista, y en el gobierno de la Ciudad de México en temas de derechos humanos análisis de políticas y presupuestos públicos y no discriminación, actualmente es consultora. Escribe de cine, toma fotos y sigue esperando algo más aterrador que el Exorcista.