Este día de muertos fui al panteón donde están enterrados mis abuelos paternos: Encarnación y Wenceslada. Están en un pueblo de Badiraguato, en Sinaloa, llamado El Rincón de los Monzón. Llegamos temprano para arreglar las tumbas, acomodar flores y agradecer a quienes ya no están con nosotros. Tuve la fortuna de conocer a ambos desde pequeño, hasta que cada uno partió a su tiempo.
Al cementerio fueron llegando otras familias, de otros difuntos, con el mismo propósito: revivir en la memoria a sus bisabuelos, abuelos, padres, hermanos o hijos que se adelantaron en el camino. Mientras algunos lugares se llenaban de asistentes, unos cuantos más no recibían a nadie. Había tumbas con más de setenta u ochenta años ahí, y también las había nuevas, donde ambas compartían la suerte del olvido.
Ante la fotografía, recordé una frase que dice que una persona muere dos veces: la primera, cuando su cuerpo deja de respirar y, la segunda, cuando su nombre es pronunciado por última vez. Al parecer, los tiempos modernos atribuyen la cita a Banksy, aunque todo indica que esta reflexión viene desde los egipcios.
Frente a las tumbas de los olvidados, me pregunté cuántas personas estarían realmente muertas. Es comprensible que con cada salto generacional los hilos ancestrales se hagan más delgados. Los hoy abuelos luego serán bisabuelos, después tatarabuelos y, luego, salvo que algún rasgo de fama los inmortalice, sus vidas y nombres se confundirán con la eternidad. El único testimonio de que alguna vez pasaron por aquí seremos nosotros.
Quizá no nos alcance para rastrear más allá de los cien años de dónde venimos, pero seguramente sabremos quiénes fueron los protagonistas más cercanos de nuestra existencia. Y es esa cadena reproductiva que lleva siglos funcionando a través de romances, travesuras o inercias reproductivas, lo que da sentido a esta relación que en México tenemos con los muertos.
Sé que hay muchas maneras de recordar, y que visitar la última morada es solo una de ellas. Están quienes prefieren hacerlo en altares, mirando videos o fotos antiguas, o mantenerlos vivos en las conversaciones familiares con relatos divertidos o pleitos no superados. Para quienes tuvimos una relación cercana, es un buen momento para agradecer y recordar.
A mis abuelos Encarnación y Wenceslada, Chon y Chelada, cuyos nombres siguen pronunciándose con amor y cariño.