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Certificar no es privatizar

Certificar derechos ejidales no conlleva forzosamente la privatización de las tierras certificadas.

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Escrito en OPINIÓN el

Con la reforma agraria de 1992 Carlos Jarque, en ese entonces Presidente del INEGI, organismo encargado de auxiliar a los ejidos a certificar sus tierras, calculó que podría medir toda la tierra social en menos de dos años, de suerte que Salinas de Gortari anunció que antes del fin de su sexenio todos y cada uno de los ejidos y comunidades agrarias quedarían certificados.

Y puede que el INEGI pudiera haberlos medido en un tiempo menor. Jarque, sin embargo, erraba en tres detalles.

El primero radicaba en que no era un problema de medición, sino de certificar derechos del ejido y de sus integrantes dentro de él.

El segundo era que para certificar derechos debían primero dirimirse conflictos y fraguarse acuerdos; acciones que siempre llevan más tiempo que la simple medición de superficies y que en muchos casos requerían de la intervención jurisdiccional de los recién creados tribunales agrarios.

El tercer y más importante detalle era que la certificación era potestativa de los ejidos. Ergo, no era una acción estatal que el gobierno pudiera programar y comprometer en el tiempo.

La historia dio la razón a quienes, muy a pesar de Jarque y compañía, lo desmentimos.

Ahora bien, recordemos por y para qué certificar las tierras ejidales.

Las razones giraban en torno a la certeza jurídica. Primero era urgente certificar la superficie total (envolvente) de cada ejido. ¿Hasta dónde llegaba cada uno y con quiénes colindaba? Los conflictos de colindancia generaban un clima permanente de incertidumbre y un círculo vicioso de conflictos sociales y extorsiones permanentes, que ocupaban los esfuerzos sociales y gubernamentales en dirimir pleitos por tierra, en lugar de hacerla producir. La industria del amago por reclamo de tierras llegaba así a su fin y la certificación de la propiedad social redundaría en la certeza jurídica de la tierra privada que con ella colindaba.

Determinar las colindancias de los ejidos representaba resolver una problemática de centurias. No era una acción de medición georeferenciada, sino de un arduo trabajo de gran calado de  organización social campesina, construcción de acuerdos y  definición de derechos.

Aderezaba a esta realidad el eterno conflicto electoral de nuestra gravosa partidocracia. Los calendarios electorales no abrían muchas ventanas de oportunidad para iniciar con los ejidos trabajos de largo aliento, que suelen ser capitalizados y convertidos en conflictos por nuestros rijosos partidos.

Pero este primer paso era sólo hacia afuera del ejido y con relación a sus colindantes. Faltaba un segundo esfuerzo, de suyo más complejo: determinar y reconocer parcelamientos económicos y posesiones de hecho dentro de cada ejido. Para ello, era menester definir primero quiénes tenían derechos a participar en dicha determinación y reconocimiento. En otras palabras, quiénes formaban parte del núcleo ejidal  y, por ende, tenían derecho al reconocimiento y a la asignación de tierras. Nuevamente, un conflicto más complicado que la simple medición de áreas geográficas.

Determinado quiénes eran ejidatarios, avecindados y posesionarios, procedía definir -hacia dentro de cada ejido- qué tierras eran ocupadas por el asentamiento humano, cuál debiera ser su zona de crecimiento y quiénes tenían derecho a que se les reconociera propiedad sobre su posesión de lote(s) urbano(s).

Lo siguiente era proceder a reconocer y delimitar las tierras de uso común. Parte importante de ello era determinar qué tierras eran selvas o bosques, habida cuenta que la ley prohíbe su parcelamiento. Definidas las tierras de uso común, había que determinar qué ejidatarios tenían derechos sobre ellas y en qué porcentaje.

Finalmente había que definir, delimitar y asignar las tierras parceladas, reconociendo los parcelamientos de hecho y las posesiones que sobre las tierras ejidales tenían sus miembros y posibles posesionarios. ¿Hasta dónde llegaba cada parcela, cuáles eran sus colindancias y quiénes sus colindantes? Conflictos por hectáreas, metros o centímetros heredados de generación en generación tenían que ser resueltos.

Como puede apreciarse, todos esos esfuerzos tenían por objeto brindar certeza jurídica a los ejidatarios y comuneros (de las comunidades indígenas) sobre sus tierras. Certeza sobre quiénes, sobre qué tierra y bajo qué destino -tierra para el asentamiento humano, tierras de uso común y tierra parcelada- tenían derechos de aprovechamiento, uso y usufructo.

Finalmente, como algo marginalmente adicional, y sólo hasta que la mayoría de las tierras del ejido hubiesen sido certificadas, la asamblea ejidal, bajo requisitos especiales de ley (convocatoria con más de 30 días, quórum y votación calificados, fedatario público y presencia de la Procuraduría Agraria) podía -y hago puntual y explícito énfasis en lo potestativo del verbo- autorizar que el ejidatario adquiriese el dominio pleno sobre sus tierras parceladas. No significa ello que adquiriera la propiedad privada en automático, sino que el ejidatario, cuando así lo determinase, podía acudir al Registro Agrario Nacional para, con base en el acuerdo de la asamblea sobre el dominio pleno, solicitar salir de la propiedad social y entrar al derecho común.

Sirva todo lo anterior para acreditar que la certificación de derechos agrarios no fue diseñada para privatizar la tierra parcelada. Llevar el parcelamiento a la privatización automática de la tierra ejidal, como lo pretendió Calderón en el ocaso de su sangriento sexenio y hoy algunos quieren revivir con motivo de la reforma del campo convocada por Peña Nieto, es desvirtuar la ley y la certificación de derechos sobre tierras ejidales.

Certificar derechos ejidales no conlleva forzosamente la privatización de las tierras certificadas.

Habrá quienes sigan creyendo que privatizar es la solución al abandono gubernamental del campo mexicano. A nadie engañan; son los padres de dicho abandono, no sus salvadores. Y al igual que Jarque, que sólo tenía ojos para medir metros cuadrados,  carecen de capacidad para ver que la privatización de la tierra social sólo vendrá a agravar la vida, si es que así se le puede llamar, de millones de hermanos mexicanos que hemos dejado a la vera de la historia, queriendo convencer que son incapaces de producir, cuando somos nosotros, en tanto sociedad organizada en Estado, los que los hemos orillado a la improductividad por ausencia de políticas sociales que no sean asistencialistas y olvido de nuestra obligación histórica de justicia social.

 

@LUISFARIASM