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Camposanto

Tengo una afición por los panteones, podría ser más una fascinación oculta por ellos. No sé de donde proviene y en que terminará, pero disfruto al imaginar las vidas de los difuntos, leer sus epitafios y respirar su aire.

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Escrito en OPINIÓN el

Me gusta pensar en la idea del origen y el destino, de la razón en mentes desprendidas de la carne corrompida y que las ánimas animen el llanto de los vivos y el sollozo de los muertos que vive en su memoria. Los panteones son una simbiosis de paz y de dolor. De vida, para aquellos que creen en la eternidad, y muerte.

Recorrer lentamente las tumbas, en busca de vidas de novela, no de personas que vivieron en la realidad, sino en personajes ficticios que tuvieron como vida una leyenda. Visitar un panteón es conversar con personajes imaginarios, crearlos y definirlos. Es precisar momentos, con sus memorias, pensamientos y reflexiones.

Tal es el caso de la Señora Pueblito Bustamante, que vivió en los alrededores de San Miguel de Allende como matriarca de un clan de campesinas estridentes o de Eudoxia P. de Rivers, casada con un inglés venido a menos, que terminó sus días zurciendo la ropa de la gente acomodada de la Calzada México-Tacuba en la década del cincuenta.

Silvestre Peñaflor Lemus “7” recién muerto en el 2011, vivió una vida de rigor y autoridad familiar, quien además, perteneció a una comunidad santera y de culto a la muerte en la que mataban corderos y gallinas los martes por la noche. Su familia no sabía nada, sin embargo, en su velorio, recelosa aceptó ubicar el número “7” en la tumba, a petición del líder de la secta.

También encontré a Howard Neil Riegel, el tercero de doce hijos de una familia de pastores suizos, quien murió en el intento de llegar a la cima del Mont Blanc para probar a sus hermanos menores (los mayores habían muerto ya), que él también podría realizar algo heróico en la vida.

Los panteones son sitios de imaginación y de creatividad. Además hay momentos, cuando encuentras a grandes personajes de la historia, que es posible pensar con ellos y en sus ideas. Casi charlar con el muerto relevante. Como en el Panteón de San Fernando, con los liberales (y algunos conservadores) del periodo de la reforma en México, o en el Panteón de Dolores, al caminar pausado por la rotonda de los hombres ilustres.

El Cementerio de Plainpalais en Ginebra, con los árboles tristes y caídas sus ramas, acompañan el descanso de Borges. Mientras se camina por las veredas de piedra suelta en busca de la lápida 735, una sensación de ilusión y misticismo recorre la mente y el cuerpo. Al llegar, casi desilusionado, se observa la lápida. Pequeña, de piedra y sin ningún atisbo de gloria.

Con el transcurrir de los momentos, sentado bajo la lluvia contemplando la piedra que descansa sobre Borges y pensando en él, como pretendiendo hacer un contacto sensorial, se cae en la cuenta que esa tumba y esa piedra son Borges. Él no hubiera querido una fanfarria de epitafio, ni mausoleos de columnas corintias enmarcando su reposo. Sólo una piedra y una imagen celta. Además, en letras azules: AND NE FORHTEDON NA. Y en el reverso, otra imagen celta, de una barca y: HANN TEKR SVERTHITGRAM OK LEGGR I METGAK THEIRA BERT / DE ULRICA A JAVIER OTÁROLA.

Sencillo y sin presunción, pero inteligente y místico, como Borges. De vecina de Borges, está la prostituta, pintora y escritora Griselidis Real, con una tumba aún más sencilla. De tierra y sólo una placa metálica con su nombre y sus profesiones. Dos grandes conchas de caracol naturales la acompañan, como evocando el mar.

Así son los panteones, lugares de testimonio propio y ajeno. Como una vitrina de la historia viva. Un lugar de hombres que viven en la mente de quien camina los espacios entre las tumbas. Rendir como ofrenda un cigarro encendido a Cortázar en el Panteón de Montparnasse o un beso femenino y con labial  en la lápida de Oscar Wilde, en el Cementerio de Pere Lachaise.

Hay panteones con historia, como Arlington en Washington, D.C., en donde todo evoca a guerra y a muertes sanguinarias, como parte de la historia de Estados Unidos. En ese cementerio todos, o casi todos, murieron en las guerras en las que ha participado ese país. Hay camposantos artísticos, como la Recoleta en Buenos Aires. Todos, incluidos los sencillos y más humildes, cuentan sus historias y tienen sus leyendas, reales o imaginarias.

Lugar de eternidad y de olvido. El camposanto es un espacio inanimado de imaginación y reivindicación con la vida y la muerte. Tal vez de fuegos fatuos o la Noche originaria de Walpurgis. Los cementerios son la historia de la vida inmortal de la mente y la imaginación.

@gstagle