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Bruma rosa

El performance de la protesta feminista en la Ciudad de México. | Cristina Tamariz*

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Escrito en OPINIÓN el

Dos días de agosto bastaron para que a raíz de las movilizaciones de las colectivas feministas se posicionara en la opinión pública el tema de la violencia de género. Con el hashtag #NoMeCuidanMeViolan grupos de jóvenes feministas llamaron a asistir el lunes 16 a una marcha de la Secretaría de Seguridad Capitalina (SSC), a la Procuraduría General de Justicia (PGJ) en respuesta al caso de una menor de edad presuntamente violada por policías en Azcapotzalco el pasado 3 de agosto. Ese día, la marcha según la cobertura de medios se sintetizó en dos momentos, el primero cuando las manifestantes arrojan y tiñen con diamantina rosa al procurador Jesús Orta mientras ofrece una declaración a la prensa y el otro, cuando irrumpen en las instalaciones de la SSC destruyendo puertas de cristal y parte del mobiliario. Diamantina rosa y vidrios rotos.

Las autoridades, desde la procuradora general de justicia, Ernestina Godoy hasta la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheimbaum calificaron las acciones de las manifestantes como una provocación, el motivo de la movilización no fue tema en sus declaraciones. El segundo episodio tuvo lugar el viernes 16. De nuevo los grupos feministas convocaron a concentrarse en la Glorieta del metro Insurgentes, algunas de las consignas y mensajes que se podían leer en las pancartas era: “Exigir justicia no es una provocación”, “Señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente”. Una estación de Metrobús destruida y de nuevo el edificio de la SSC intervenido con pintas y vidrios rotos fue uno de los momentos más álgidos de la manifestación, aunque el de mayor impacto y también el más cuestionado fue la intervención con grafitis en el Ángel de la Independencia. De nuevo la bruma rosa transformó al monumento en una pizarra de inconformidades, “México feminicida”, el mayor reclamo.

Para quienes aceptan la legitimidad de las demandas feministas, pero condenan la forma de expresarlas, la premisa es simple “violencia genera violencia”. Sin embargo, en el entramado social, la fórmula es más compleja. De acuerdo con el antropólogo John Gledhill, la violencia es un elemento constitutivo de las relaciones sociales que puede variar en intensidad e importancia y se manifiesta en diversas formas y contextos, en la construcción de relaciones cotidianas y de poder. Los actos violentos, en los que reconocemos a tres tipos de actores, el agresor, la víctima y los espectadores o testigos, son también gestos dramáticos, actos performativos que apelan a ser legitimados y valorados socialmente.

Desde la perspectiva de investigación social, que no niega ni descalifica en automático este tipo de expresiones, encontramos posicionamientos como el de Nelson Arteaga que entiende a la violencia como una acción simbólica, un acto que involucra la expresividad de los actores y los sentidos y significados sujetos a la interpretación de los testigos. Para algunos, según se puede leer en los comentarios a las notas y a los videos de la marcha, el daño de las feministas en el espacio público no es equiparable al que sufren las mujeres en su cotidianeidad, es un grito de hartazgo hacia la indiferencia y la impunidad.

La violencia es pues, un hecho comunicativo, un performance o escenificación que pone en juego de forma creativa la capacidad que tienen los actores de hacer daño. Para los involucrados en el acto violento, desde agresor, la víctima o los testigos, la violencia se interpreta según el contexto como una acción legítima o no según las aspiraciones y los temores colectivos. Sin embargo, es en los testigos donde recae la fuerza para inhibir o alentar las conductas violentas.

La violencia en ese sentido no puede calificarse en términos objetivos porque todo el tiempo moviliza afectos, miedos y aspiraciones a favor y en contra. En su circuito comunicativo, los roles se intercambian al igual que las interpretaciones de las acciones violentas. Para quienes tienen una lectura radicalmente negativa de los actos violentos es importante señalar que la violencia en distintos grados y manifestaciones nos permite cuestionar y resignificar las normas, las jerarquías y las estructuras sociales, por tanto es una vía abierta a la reproducción o a la transformación de los esquemas sobre los diferentes tipos de violencia y su legitimación social.

De momento, las interpretaciones de las acciones violentas de las manifestantes están a debate, difusas en la bruma rosa de la diamantina y el aerosol. Su mensaje apela no solo a las autoridades sino a la sociedad en su conjunto, que ante la sorpresa de la capacidad destructiva de algunas colectivas miran la forma, pero no el fondo.

Algunas de las jóvenes que se manifestaron la semana pasada, se unieron a las colectivas que denunciaron el acoso en sus escuelas. Intervinieron los espacios comunes de sus centros de estudio con tendederos para denunciar públicamente acoso y actitudes misóginas de sus profesores y compañeros, desde lo cotidiano buscan cambiar su entorno.

Se trata de una generación que cuestiona a las instituciones que les exigen respeto, pero son omisas e indiferentes ante su miedo e impotencia. La capacidad disruptiva de sus protestas pasa por una frase que bien podría ser su lema: “Nunca más tendrán la complicidad de nuestro silencio”. Antes de que la irá se desborde deben saber que como sociedad tampoco seremos cómplices de las violencias que padecen, que entendemos el mensaje de su denuncia y nos conmovió el ímpetu de las protestas de agosto.

* Cristina Tamariz, es investigadora y docente especialista en diseños de investigación social. Doctora en Ciencias Sociales por El Colegio de México; maestra en Sociología Política por el Instituto Mora y licenciada en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la UNAM. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Conacyt. Forma parte del cuerpo docente de la Maestría en Periodismo político en la Escuela Carlos Septién García.