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Bestiario fantástico de Anáhuac

Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya. Séneca | Javier Talamás

Por
Escrito en OPINIÓN el

I. Quimera o Versos de tierra

En las entrañas del Gran Valle que se quiebra junto al mar,

se esconden míticos rumores de criaturas y paisajes;

en fértiles llanuras el sol inerte se desploma,

mas resucita alegre en el penacho erguido del quetzal.

embalsaman a sus bosques las venas negras de su tierra,

y entre las llagas de su cielo, sangra ya una férrea lluvia.

los volcanes quietos y furiosos al suelo triste humo le gimen

y el Río Feroz al desierto en llamas, viento le susurra:

es acaso una serpiente que ha mudado sus escamas

para salivar las aguas de otros tiempos, de otras albas.

las dunas de Sonora claman el oro de Conquistas,

y en el diáfano cristal de la playa en Akumal,

la parca luna refleja la orfandad de su sonrisa.

¡Oh, México, si tan solo vieran viva esta piel de versos!

porque para cada uno de los sagrados elementos

que asomo en la ventana natural de esta geografía

–en el mapa, en el trazo, ¡o inclusive en el poema!–,

existe una Historia del Anáhuac

quimera infame, vil y cruel,

devorando la tímida ilusión de Aztlán y su inconclusa travesía. 

II. El alacrán de plomo o Centruroides limpidus

¿México independiente? Desde luego. ¿México libre? Tal vez. ¿México sin guerra? Jamás. Nuestro país ha sido, hasta hace poco, una nación que se explica en virtud de sus luchas y no de sus logros. Antes de la Revolución, México había gozado solamente 34 años de paz. Desde la época precortesiana, hasta el grito de independencia (que por cierto, fue más bien de revolución y no de independencia, pues el cura jamás ideó una entidad soberana, ajena o independiente al reinado de Fernando VII), en el Anáhuac la violencia era sinónimo de religión. En los siguientes 175 años, fue sinónimo de patria. ¿Y ahora? 

José E. Iturriaga resume nuestra historia nacional en cuatro etapas en un espléndido ensayo publicado en el suplemento de Unomásuno en 1986. Cada una de sus letras merecen ser retomadas porque en esas etapas late un dilema «cargado de sentido para los mexicanos: concordia con estabilidad política, o discordia con inestabilidad: paz interior con desarrollo, o guerra civil descapitalizadora y amenazante de la soberanía nacional».[1]

La primera etapa de Iturriaga: 66 años de luchas, 11 de Independencia y 55 años de guerras fratricidas. Durante esos 55 años no cesaron las batallas, pero no solo al interior: nos enfrentamos a cinco guerras con naciones extranjeras, y once constituciones nos rigieron en ese lapso; lo que ocasionó una inestabilidad en el Ejecutivo –66 cambios en su Titular–. Nuestro territorio, además, fue mutilado cuatro veces: (i) en 1824 cuando el Congreso mexicano autorizó la independencia de las Provincias Unidas de Centroamérica, hoy Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica; (ii) en 1836, año en el que Texas declara su independencia tras haber derrotado al ejército de Santa Anna; (iii) la pérdida de la mitad de nuestro territorio a Estados Unidos en 1948; y (iv) la venta de La Mesilla a Estados Unidos en 1853. Aún en las invasiones de Francia y Estados Unidos que sobrevinieron durante este intervalo, la lucha civil al interior de México no cesaba. Dicho de otro modo: desde Vicente Guerrero hasta Benito Juárez, México se vio inmerso en cinco guerras extranjeras, sin que la «guerra civil endémica» haya cesado. [2]  La guerra civil cesó hasta que Porfirio Díaz derrocó a Lerdo de Tejada. Historiadores apuntan precisamente a estas luchas civiles como detonantes de las invasiones extranjeras.  

Le sucede entonces a esta turbulenta etapa, naturalmente, el Porfiriato (1876–1910), donde México disfrutó una paz al interior y un fuerte crecimiento económico. ¿El costo? La libertad y la segregación social. Que por cierto, dicho sea de paso, aún persiste.  

La tercera etapa, Iturriaga la resume a partir del movimiento revolucionario y las guerras fratricidas que le siguieron hasta 1929, para llegar a la cuarta etapa: la paz reinante. O sea, nuestros tiempos.   

Si hacemos un recuento, hemos estado más tiempo en luchas fratricidas que en movimientos insurgentes o periodos pacíficos y estables. ¿Es que acaso nuestra sangre azteca aún nos hierve? Es un milagro que aún exista México. No exagero.

Pese a lo narrado, nuestra historiografía oficial se empeña en sabernos como los deslumbrantes aztecas conquistados; los mártires de Chapultepec; los traicionados por Santa Anna; los sometidos al emperador Iturbide; y otros tantos etcéteras que maquillan nuestra psique. Nuestra historia nos justifica siempre. Tanto, que nos enaltece.

¿Por qué no enfocar la historia en un análisis psicológico de nuestras conductas y no en la de los extranjeros? El México de hoy se explica en el México de ayer. Volvamos a nuestros días.

Si se le compara a los turbulentos tiempos militares que Iturriaga engloba espléndidamente, sí que hemos disfrutado de una paz; mas no olvidemos que de facto, vivimos en una dictadura hasta bien entrado el nuevo milenio. Un partido hegemónico controló la democracia a su merced desde que las aguas de la revolución se pasmaron.

Aún más: después de la transición democrática –como se ha querido llamar–, ¿se puede hablar de paz? No podemos olvidar la imbecilísima guerra que Felipe Calderón engendró contra el narcotráfico. En ella le imprimió un ego, una testarudez, propia del dictador que se empeña en liberar al pueblo a costa de sus derechos fundamentales. Recordemos que todo acto que cercena derechos se disfraza de un bien moral o superior.

Según The New York Times, se calcula que la guerra de Calderón provocó 150 mil muertos y aproximadamente 28 mil desaparecidos.[3] ¿Escépticos? El INEGI estimó que de 2007 a 2012 el número de muertes violentas llegó a los 121 mil 683 homicidios. Tras los resultados de la guerra –haber proliferado al narco, no haber detenido la violencia ni el consumo de drogas– el dictador de facto regresó en 2012 sin mayor reparo; y con ansias de acariciar su bella arca. Y aunque increíble, con todo y la guerra endemoniada de Felipe Calderón, cierra el penúltimo año de su sexenio con acaso el año más violento en veinte años.

Detengámonos en estas cifras escalofriantes. Si añadimos las cifras que acumula el actual sexenio, a los números de la fallida guerra de Calderón, estaríamos en presencia de un total de 250 mil muertos en un periodo de doce años. ¿Más? Hagámosle caso a la sugerencia de Alejandro Hope e incluyamos las cifras de asesinatos acaecidos durante el sexenio de Vicente Fox. Llegaríamos a 310 mil víctimas en los primeros dieciocho años del nuevo milenio. (¡Cuarenta y siete asesinatos diarios!) Dicho distinto, durante estos dieciocho años –y cito a Hope– «los mexicanos han logrado matar a un número de personas equivalente a la población de una ciudad de tamaño medio (Ensenada, por ejemplo).»[4]

No peleamos hoy contra una potencia, o en una guerra civil, pero sí contra algo peor, porque es un enemigo que no vemos; ya por falta de lucidez, ya por incapacidad de psicoanálisis histórico.

Luchamos como alacranes de plomo, nos rompemos como el vidrio.  

III. Camaleón Dorado o Chamaeleonidae


Las calles de la memoria histórica se inundan de sangre apenas uno abre el libro de los anales que dan vida (o muerte) al México contemporáneo. No cabe duda. Iturriaga nos lo ha dejado tan claro como es posible. Pero entre esos pasillos curvos, rectos, perpendiculares, y paralelos, se pierde la pureza de la verdad.

Los versos de historia, las batallas resumidas a renglones, la traición de la cúpula, y los gritos y sollozos de los pueblos, circulan por allí, a la ligera; como un vendaval que se esfuma de pronto. Son muchas las razones por el pasado tan impreciso que tenemos; y explicarlas o pensarlas exigiría diversos textos mucho más exhaustivos que el presente. Pretendo centrarme, acaso en el peor: el patriotismo histórico. Nuestro camaleón que morfa de piel y de color.

Roja para exaltar el nacionalismo con la sangre de nuestros héroes, y dorada cuando la quiere para enaltecer el patriotismo con los bustos erguidos en cada calle. Pero al efecto, no hemos sido sensatos en cabildear las consecuencias de ello. Nacionalismo y patriotismo son dos esferas incrustadas en el alma humana: aquel proviene de la esfera del poder; y este de la esfera del amor.[5] El nacionalismo empaña el cristal del alma y embrutece a la pasión; mientras que el patriotismo lo limpia y canaliza la empatía hacia el amor. Uno impone, otro libera. La historiografía, hasta hace poco, no las distinguía.   

Entre esa mezcla, nuestros héroes son falsos o son decretados. Al menos los de la historia “oficial” –aquella que pululaba en los libros de enseñanza oficial–. Optamos por sabernos conquistados, aplastados, sometidos; pese a que nuestros linajes son tan españoles como mexicas. Hay los héroes falsos; los que existen por decreto; y los hay también por envidias. ¿Alguien recuerda la última calle Agustín de Iturbide que recorrió? Es curioso, pues fue el único que pudo consumar la Independencia y entrar triunfante al mando del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. Pero criollo al fin y al cabo, decidimos olvidarlo, y en vez de celebrar la consumación de la independencia, de la verdadera patria, celebramos un grito que iba cargado de frenesí e irresponsabilidad. Ya adelanté algunas de las falsedades con las que crecimos, y me debo detener porque no es el punto preciso de estas líneas. Otros tantos historiadores de la talla de Krauze, González de Alba y Aguilar Camín se han encargado de abrirnos los ojos en ese respecto.

IV. Águila Real o Aquila chrysaetos


Lo que impresiona en demasía de todos estos mejunjes que debían servir de bálsamo para reivindicar al pueblo, es la veneración que tenemos por lo caído, por el sometimiento. Desde que los bárbaros aztecas se apropiaron de la herencia de Tula (recordemos que los aztecas era un pueblo bárbaro, sin costumbres ni ritos), hemos estado a merced de esa historiografía falsa e imprecisa. Es estúpido creer aún con tanta información a la mano que fuimos “conquistados” por extranjeros: sin la sublevación de los pueblos vecinos de Tenochtitlán, Cortés jamás hubiese triunfado en su odisea. No es necesario ser historiador para aterrizar en esa conclusión: ¿realmente vemos posible que trescientas personas puedan someter a poco más de medio millón de personas que habitaban en el corazón de México? Ni siquiera hablemos de su fuerza militar: feroz, destructiva, inhumana. Solo cuestión de números.

Esa veneración por adornar el fracaso como algo heroico terminará por destruirnos –si no lo ha hecho ya–. El ilustre Luis González de Alba degüella a la historia oficial de modo excelso, por eso debo retomar su idea para describir la bestia que nos concierne en este apartado. Luis González pone bajo lupa de cristal, con una prodigiosa narración, el oscuro secreto psicológico que escondemos:

            “…comenzando por Cuauhtémoc y su profético nombre, águila que cae, hasta Zapata, veneramos la caída, el fracaso y lo consagramos como símbolo de pureza[...] Hidalgo es el padre de la patria por decreto, no por sus logros, pues su fallida rebelión fue aplastada en poco tiempo, como otras durante la Colonia; Morelos encabezó otro levantamiento de poca extensión en un territorio inmenso y su derrota fue absoluta; Guerrero quedó convertido en un simple fugitivo perdido en las montañas del sur [...] Madero no llegó a gobernar y seguimos esperando el sufragio efectivo. Zapata cayó acribillado y el reparto de tierras tuvo que esperar hasta Cárdenas y aún más, tiempo suficiente para que el incremento en la población hiciera imposible dar tierra a cada campesino, y el reparto dejara más inconformes que beneficiados.[6]

V. Apéndice


Centralismo, Poder, Historia: jaulas que no aprisionan nuestras bestias. Fueron por decreto sentenciadas la mayoría de nuestras tradiciones; la Revolución supuso una vuelta a la colonia, al menos en sentimiento, ya que se pugnaba por reivindicar nuestro presente con luces del pasado; pero permean aún las divisiones sociales que la hizo estallar. El reparto de tierras, corazón revolucionario, emulaba en gran medida a la división administrativa y jurídica de la sociedad mexica (los ejidos tienen sus raíces en el calpulli). ¿Alguien recuerda los ejidos? 

Insisto en la profecía de Aztlán porque acaso esconde el mayor secreto del mexicano: la lucha y el sueño; la alegre peregrinación y la lóbrega espera; su fe ciega y el clamor de las masas; la sangre y el delirio. México engendra una guerra fratricida que es tal vez más peligrosa que todas las que hayamos emprendido antes. Esta se libra en los cuarteles del alma, de la psique del pueblo, y de nuestros políticos que son rapaces y ruines. ¿Qué tanto han contribuido a ello «las mentiras de nuestros maestros»?

Al final, somos la caída de Tenochtitlán y sus enigmas, pero también la inteligencia del conquistador; herederos del sol, pero también de la pólvora, la literatura, y el metal. Nuestra peregrinación aún no termina.

La profecía promete la tierra de la luna, y la tendremos; a la serena noche, le bailaremos; a nuestras hermanas y hermanos, los recuperaremos. Pero es preciso darnos cuenta que habitamos en un valle donde la fantasía es sinónimo de historia, o al revés, ¿qué más da?

Lee también: Numen o de la rebelión lingüística


[1] Iturriaga, José E., 175 años de historia nacional en cuatro etapas, en “Sábado”, suplemento Unomásuno, No. 431, México, 11 de enero de 1986.

[2] Ibídem

[3] Pardo Veiras, Jose Luis, “México cumple una década de duelo por el fracaso de la Guerra contra el Narco”, en The New York Times, 7 de septiembre de 2016.  [Obtenido de: https://www.nytimes.com/es/2016/09/07/mexico-cumple-una-decada-de-duelo-por-el-fracaso-de-la-guerra-contra-el-narco/]

[4] Hope, Alejandro, “Los 300 mil muertos”, en El Universal, 23 de febrero de 2016. [Obtenido de: Alejandro Hope]

[5] Parafraseo a Enrique Krauze, quien certeramente resume –con mayor parsimonia, naturalmente– la idea acuñada por Orwell. 

[6] González de Alba, Luis, Mentiras de mis maestros, en Nexos, México, 1 diciembre, 1996.

   [Obtenido de: Mentiras de mis maestros]             

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