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Alaíde Ventura Medina: “Entre los rotos”

Alaíde Ventura, ganadora del Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2019. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

"Entre los rotos", la novela de la joven antropóloga y escritora veracruzana Alaíde Ventura, recién ganó el Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2019. No podía dejar de sentir como un imán una novela que habla de "rotos". Quebrados. Descompuestos. Partidos. Una escritora mira hacia el pasado -¿el suyo? ¿el que imagina?- Digamos que el personaje femenino mira hacia el pasado. Sucede -sobre todo- a través del álbum de fotografías de su hermano muerto. Ya no hay manera de preguntarle nada, al hermano. ¿Por qué guardo esta escena? ¿por qué esa imagen le fue tan importante? ¿cómo acomodaba el hermano esa memoria elegida que quizá pensó que podía salvarlo? 

Está sola y mira las fotos. "Es importante tener un cómplice. No es indispensable, pero parece buena idea contar con alguien que también provenga de aquel lugar. Ojos que conocieron la misma guerra, que perdieron la misma patria". El padre un día, "perdió el control" y arrojó al hermanito por la ventana. Le sucedía al padre "perder el control" y reventarle un ojo a la madre. Le sucedía dejar a la niña encerrada todo el fin de semana en un baño. Y después despertarse y preparar un desayuno delicioso, porque "aquí no pasó nada". El niño “azotó contra el mosaico del patio", por tan solo un empujoncito. ¡No exageremos!  Por eso los rotos están tan casi irremediablemente rotos, porque el amo destruye y sonríe. Aniquila y ofrece caramelos. No hay palabras. Nadie tiene derecho a las palabras.

El hermanito asumió el silencio casi total. Llevó el mandato al extremo, le dio la vuelta y lo convirtió en su única forma de defensa. El hermanito es un "fantasma". Pero la madre también. La narradora en cambio dice que ella habla sin parar. Tal vez ese hablar sin parar, hablar de lo de al lado, de que no pasa lo que sí pasa, es también una forma de silencio. Y están la abuela y el abuelo. Hasta que ambos mueren. Y está su amiga Ana y su novio Memo, pero en realidad aquello es un claustro cerrado. Los hermanos -en la infancia- aprenden a leer el diccionario que el padre les "arrojó en la cara". "Aquella época papá le pegó a Julián casi cada semana. No sé si en algún momento los golpes se volvieron tolerables para mi hermano. Algunos días lloraba más fuerte que otros. Entonces papá tomaba medidas excesivas como aventarlo por la ventana o apagar un cigarrillo en su brazo".

"Gracias mi amor, verás que todo va a ser distinto", dice el padre cada vez que regresa. No sabemos si la madre "lo perdona" o no. Sólo sabemos que regresa. "Mamá sí nos miró, con esa expresión cálida y rota que tenía a veces. La mirada de quien observa un espectáculo, una tragedia, un chiste, un accidente, lo que sea, y ya no puede llorar, ni reír, ni nada, tan sólo ver, aceptar y seguir mirando. Y así hasta el fin del mundo". Del único mundo posible. La narradora renta un departamento e invita a su hermano a vivir con ella: "El papel de cómplice primordial está reservado para el hermano, único testigo verdadero de la masacre". La madre, a la distancia, mejora. La hija por un tiempo decide que quiere seguir viendo a su padre. Siente que traiciona, que se traiciona, pero necesita verlo: "De las máximas ironías de la vida es que papá me hacía sentir protegida, cuando él mismo era la causa de mi indefensión". 

La novela es una suma de indefensiones y violencias. Y cada uno hizo lo que pudo con ellas. Julián, el hermanito, cerró las puertas. "Descubrir que no le gustaba estar vivo fue, de todos los golpes que recibí y que me rompieron, sin duda el peor". Y un buen día, aquel "animal moribundo" al que la madre prefería, pero cuya "preferencia" no fue suficiente, murió de "una lesión auto infligida". Se pregunta, ¿qué habría sido posible si su hermano recibía ayuda profesional cuando sus síntomas comenzaron a ser evidentes? El padre ya le había tatuado en la piel un destino: estrellarse contra el mosaico de algún patio. Y, entonces la narradora dice, casi como en un murmullo, dice con simplicidad, porque, ¿para qué sobrecargar el horror de adjetivos? "Me habría gustado que nuestra historia sucediera de otra manera".

Y aparece la lista de los guisos preferidos de la abuela. La lista de las pertenencias que llevaba consigo su hermano al suicidarse a los 22 años. La policía le regresa los objetos: su playera, sus tenis. ¿Quién nos regresa los objetos? Es una novela muy dolorosa. Por lo que les sucede a ellos y porque todas/os traemos nuestras preguntas que caen en el vacío, nuestras roturas, nuestro álbum de fotos, nuestras "patrias" perdidas.