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¿A quién debe favorecer la regulación?

Una regulación que dañe al dominante o favorezca a los no dominantes no necesariamente es positiva para los consumidores.

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Escrito en OPINIÓN el

La regulación económica de las telecomunicaciones es una fuente continua de debate que, a juzgar por los últimos tiempos, también genera pasiones desenfrenadas, manifestaciones enardecidas en contra o a favor de alguna posición y protestas públicas de lealtad.

 

Como parte de ese debate, frecuentemente surgen argumentos en contra o a favor de alguna medida regulatoria, donde el eje de la discusión es que existen ganancias o pérdidas para alguno de los bandos encontrados: preponderantes contra no preponderantes, fijos contra móviles, nuevos contra establecidos.

 

Así, el debate público parece centrarse en una lucha entre empresas donde todos los beneficios o perjuicios deben repartirse entre ellas sin consideración de ninguna otra parte, como si se tratara de un juego de suma cero entre empresas, donde lo que gana una lo pierde otra.  Pero este tipo de debate se enfoca en los árboles y pierde de vista el bosque.

 

La regulación económica debe perseguir el interés público. En el ámbito de las telecomunicaciones, uno de sus principios fundamentales es la competencia. Y precisamente lo que hace la competencia es que todos podamos sacar ventaja de las condiciones del mercado: las empresas preponderantes y no preponderantes, con poder sustancial o sin poder, los nuevos entrantes, el público inversionista y, más que todo, los consumidores finales.

 

En este contexto, es claro que la regulación no debe tener como propósito dañar a la empresa dominante ni favorecer a los no dominantes, sino mejorar las condiciones de competencia para propiciar el funcionamiento eficiente del mercado en provecho de los consumidores

 

Es cierto que algunas medidas regulatorias no pueden beneficiar a todos los participantes al mismo tiempo ni en el mismo grado, pero en términos generales debe existir una ganancia neta para la sociedad. De hecho, el mismo decreto de la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones, repetidamente señala la obligación de asegurar las mejores condiciones para los usuarios finales.

 

Pues bien, la competencia y la libre concurrencia son el mecanismo más directo y eficaz para lograr una mejora continua y permanente del bienestar de los consumidores. La rivalidad frente a otras empresas hace que los competidores se esfuercen día a día por ganar nuevos clientes. En esta lucha están obligados a innovar, incrementar su productividad, disminuir costos y, en general, hacer sus ofertas más atractivas para los clientes con mejores opciones a menores precios. De esta forma, un mercado eficiente produce beneficios que se reflejan directamente en los consumidores.

 

Así, el regulador debe emitir medidas que generen condiciones de sana competencia a fin de que las empresas se desarrollen y permanezcan en el mercado siempre que respondan a las preferencias y necesidades de los consumidores, haciendo su mejor esfuerzo para ganar clientes ofreciéndoles servicios más baratos, de mayor calidad y más adecuados a sus demandas.

 

Este punto es clave: la competencia exige un esfuerzo continuo de las empresas. Como resultado de esta sana competencia, puede suceder que  una empresa pierda clientes, disminuya sus ganancias o incuso quiebre, en el caso de que sea ineficiente, no se esfuerce por mejorar u ofrezca malos servicios.

 

Por ello, en la aplicación de medidas regulatorias que impliquen una transformación considerable de la dinámica de los mercados, algunas empresas pueden sentirse favorecidas o agraviadas en lo particular, respecto de la situación a la que estaban acostumbrados.

 

De hecho, diversos especialistas en regulación económica se han dedicado a estudiar cómo los reguladores, en la procuración del interés público, se ven obligados a responder a complejas interacciones entre grupos de interés que pueden resultar beneficiados o perjudicados por la intervención gubernamental y que dedican recursos significativos para influir en ella.

 

Pero la sola existencia de costos de corto plazo para algún grupo de interés, no significa que la regulación esté equivocada. Es cierto se debe guardar un equilibrio y buscar las soluciones que impliquen los menores costos para todos los involucrados. En este sentido, es importante conocer la distribución de los costos de la regulación entre los grupos de interés, incluyendo los distintos tipos de empresas, pero no como fin último, sino por sus repercusiones en las probabilidades de éxito de las políticas públicas.

 

La consideración de la distribución de los costos de la regulación entre grupos de interés no necesariamente se contrapone con la búsqueda del interés público, pero en la evaluación de la labor regulatoria, una cosa no debe confundirse con la otra.

 

Más aún, una regulación que dañe al dominante o favorezca a los no dominantes no necesariamente es positiva para los consumidores. No es apropiado juzgar la regulación bajo esos parámetros ni personalizadamente, sino en relación con su capacidad de mejorar el funcionamiento del mercado y producir beneficios permanentes para los usuarios finales. Esta óptica es precisamente la que define el interés público, en contraposición al interés particular.

 

Una regulación exitosa es la que impulsa las condiciones necesarias para que cualquier empresa, sea quien sea, pueda entrar y permanecer exitosamente en el mercado si opera eficientemente y responde a las preferencias de los consumidores.

 

En suma, para obtener el mayor provecho del debate público sobre la labor regulatoria, es importante despersonalizar y despolitizar, manteniendo presente que el último beneficiario de la regulación siempre debe ser el consumidor.

 

@elenaestavillo