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A 10 años de la masacre de San Fernando

El 22 de agosto de 2010, los Zetas ejecutaron a 72 migrantes que pretendían llegar a EU y rechazaron trabajar para el cártel. | Jaime Rochín

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Escrito en OPINIÓN el

“Nos dijeron que nos calláramos y que no gritáramos porque nos iban a matar. Momentos después [un sicario] comenzó a disparar a las mujeres; en ese momento un migrante de quien no recuerdo su nacionalidad les dijo a los sujetos que no les dispara[ran] y escuché que le dispararon y que lo azotaron en la pared; y en ese instante me deslicé hacia unos matorrales [...] después escuché que se alejaban las trocas [...] veinte minutos después escuché que un hombre se levantó [...] me acerqué a él [y] me percaté que se encontraba sangrando y le dije que lo iba a ayudar a salir del lugar.” 

Testimonio de un sobreviviente hondureño

En 2010, San Fernando, un poblado al norte de Tamaulipas, se convirtió en un campo de exterminio para los Zetas con motivo de la guerra entre éstos y el Cártel del Golfo. Ese año, el municipio pasó de 12.93 homicidios por cada 100 mil habitantes a más de 100. 

Ese mismo año comenzaron las desapariciones: entre 2005 y 2009 no hubo ningún desaparecido en la región que tiene como centro a San Fernando. Pero en 2010 se disparó a 39.50 desaparecidos por cada 100 mil habitantes (fuente: “En el desamparo”, COLMEX/CEAV, 2016).

El 22 de agosto de 2010, los Zetas ejecutaron salvajemente, a sangre fría, a 72 migrantes que pretendían llegar a Estados Unidos y rechazaron trabajar para el cártel. Hubo al menos dos sobrevivientes: un ecuatoriano y un hondureño, quienes atestiguaron cómo ocurrió la ejecución en masa que puso en el escrutinio internacional la tragedia vivida por miles de migrantes al cruzar por México.

Como suele suceder en estos casos, la reacción de las autoridades estatales fue evasiva y omisa, si no cómplice: tiempo más adelante, durante abril de 2011, fueron descubiertos entre 193 y 196 cuerpos en fosas clandestinas de la zona. Los funcionarios estatales intentaron minimizar los descubrimientos y la responsabilidad de la entidad federativa, diciendo que “el crimen organizado es un problema federal y que el estado carece de los recursos para enfrentarlo” (En el desamparo, COLMEX/CEAV).

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) se involucró inmediatamente en la masacre de San Fernando, pero tardó casi tres años en presentar la Recomendación 80/2013. Durante el proceso de investigación –y esto no deja de ser lamentable entonces como ahora con la nueva presidenta del organismo– no entró en contacto con las familias de las 72 personas que perdieron la vida, lo que complicó su acceso a las medidas de ayuda, asistencia, atención y reparación integral a las que el Estado mexicano está obligado.

Fue una organización de la sociedad civil, Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD), la que desde el principio brindó un apoyo sólido y cercano a las familias de las víctimas, ciertamente mucho más sólido que el que las autoridades supieron o pudieron brindar. 

El papel de la FJEDD ha sido fundamental para hacer avanzar el caso por los caprichosos vericuetos de la justicia mexicana. Ésta, junto con otras organizaciones, impulsó un convenio de colaboración con la entonces Procuraduría General de la República (PGR) y con el Equipo Argentino de Antropología Forense para la identificación de los restos humanos localizados en San Fernando, Tamaulipas y Cadereyta, Nuevo León, llevado a cabo a partir de 2013 por parte de una Comisión Forense. 

La barbarie asomó su rostro en San Fernando, arrancando vidas, cortando destinos y sepultando historias bajo una terregal de silencio. Ahondar en los hechos, buscar la verdad e incorporarla en nuestra conversación cotidiana no es más que poner una lápida en ese terregal, la piedra fundacional de un nuevo tejido social de paz. 

En 2016, mientras me desempeñaba como titular de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), solicité al Colegio de México (Colmex), a través del Seminario de Violencia y Paz, una investigación de ésta y otra masacre en Allende, Coahuila. El resultado es un texto cuyo título es demoledor: “En el desamparo”. La investigación concluye que en aquellos dos municipios las organizaciones criminales controlaban el aparato de seguridad local y algunos de los policías eran, en la práctica, parte de los Zetas. Del mismo modo, se desprende que “los gobiernos municipales eran inexistentes y los funcionarios violaron múltiples leyes mexicanas e internacionales”, dejando a las víctimas en el desamparo. Esta forma de colaboración que exploramos entre el Colmex y la CEAV generó nuevas vetas y paradigmas para la atención de víctimas en nuestro país.

Entre aquellas que no habían sido atendidas ni acompañadas se encontraban las familias de cinco ciudadanos ecuatorianos asesinados y un sobreviviente, quienes finalmente pudieron acceder a la reparación del daño. Ante ello, es justo reconocer el esfuerzo de quien fuera embajador de ese país en México, Leonardo Arizaga, quien logró, en agosto de 2018, que estas familias pudieran ser atendidas y reparadas por el Estado mexicano a través de la CEAV. Así pues, se generó un modelo de atención exitoso con este grupo de víctimas que es útil y puede servir para transformar el dolor de otras familias en un nuevo proyecto de vida.

La verdad es un derecho individual que trasciende hacia lo colectivo. La sociedad y las víctimas compartimos ese derecho a saber. Porque sin verdad no hay justicia y sin justicia no hay paz. Por ello, a diez años de estos hechos tan tristes y lamentables, todas y todos estamos llamados a acompañar a las víctimas.

#HagamosComunidad