#CARTASDESDECANCÚN

Carta a Andy López Beltrán

Donde se expone la transformación de un cariñoso mote familiar en un apodo atroz y aborrecible. | Fernando Martí

Escrito en OPINIÓN el

EXCMO. SR. DON ANDRÉS MANUEL LÓPEZ BELTRÁN / PRÍNCIPE HEREDERO DEL REINO DE MACUSPANA

Su Exaltadísima Redundancia:

Han pasado unas cuantas semanas desde aquel programa de radio llamado “La Moreniza” en el cual Su Merced, a mi juicio con suficiente razón y sobrado derecho, reclamó en tono airado que deseaba ser conocido y reconocido por sus dos nombres de pila, Andrés por delante y con Manuel pegado, ambos heredados, según mandan los usos de la alcurnia y el linaje, de quien Usía llamó ‘el mejor presidente que ha tenido este país’.

Ese lapso de tiempo ha servido para confirmar que el pueblo sabio y el pueblo bruto, de manera coincidente y unánime, en tono ultrajante y desdeñoso, dejaron en claro que no piensan llamarlo de otra manera que no sea Andy, una afrenta inaceptable, pues contradice de manera frontal el anhelo que hiciera público Vuestra Gracia. El enojoso asunto es merecedor de algunas reflexiones, mismas que me permito hacer llegar por vía epistolar a Su Excelencia, pues atañen en forma directa a quien la opinión pública señala como heredero político de la Cuarta Transformación, e incluso, como sucesor designado al trono del reino, de acuerdo con la única fuente de información confiable en mi pueblo, que no es otra que la tertulia del café.

Si bien es cierto que las leyes de sucesión conceden ese privilegio al hijo primogénito del monarca y que, por tanto, el bastón y la corona le pertenecen por derecho divino a su hermano mayor, el príncipe José Ramón, no es menos cierto que el susodicho se ha revelado como la oveja negra de la familia, mientras Vuestra Alteza ha mostrado y demostrado aptitudes sobradas para la intriga palaciega y la vida cortesana. 

Eso y no otra cosa es el mérito que lo convirtió en el favorito de la corte populachera que ocupa palacio, y esa es la prenda que lo encaramó a la segunda posición del movimiento que desgobierna este país, aunque no falta quien sostenga que su cargo es simbólico y no tiene nada de secundario, pues quien dispone y manda en esa maquinaria política es Vuestra Voluntad. Así son los reinos, Vuestra Destreza no lo ignora, campos fértiles para el chisme y la calumnia, y los rumores que se filtran desde palacio lo mismo califican que descalifican, según provengan de amigo o enemigo.

Pero volvamos a nuestro tema que, para abreviar, se podría intitular ‘la importancia de llamarse Andy. Para abrir boca, hay que reconocer que todo este lío se originó por andar abriendo la boca, pues nadie le preguntó cómo quería ser llamado. Un auténtico autogol, para usar un término futbolístico al alcance del vulgo, o un balazo en el pie, en una materia en extremo compleja y de incierta resolución pues, cuando reivindicó el privilegio de ser llamado Andrés Manuel, tal vez obvió las múltiples y penosas dificultades que conlleva satisfacer tal petición.

El escollo mayor es la semejanza de los apelativos. De un lado el padre, Andrés Manuel López Obrador. Del otro lado el hijo, Andrés Manuel López Beltrán. Si Usía pone atención, verá que son idénticos en casi todo el recorrido y que la única diferencia es el remate: Obrador en un caso, Beltrán en el otro. En resumen, lo único que los distingue les viene de madre.

Esa similitud extrema provoca una dificultad de tipo técnico. Pongamos que en la calle alguien grita, ‘ahí va Andrés Manuel’. Sin hacerlo menos, puedo garantizar a Vuestra Altivez que el noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento de los transeúntes van a pensar que se trata de su papá, y la fracción restante va a pensar que es una broma. 

La otra opción es que el grito callejero se modifique a un ‘ahí va López Beltrán’. En tal caso los términos se invierten, porque el noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento de los oyentes no asocian esos apellidos con ningún personaje, sin querer decir con esto que Vuestra Vanidad sea un perfecto desconocido. Además, la fracción restante podría confundirse y pensar que se trata de la oveja negra, el príncipe José Ramón, y aún del otro integrante del rebaño, el infante Gonzalo.

El problema radica, entonces, en que sus nombres de pila han sido copados por su papá, y la unión de sus apellidos, el paterno y el materno, tiene escaso lustre y cero resonancia. A eso hay que sumar un agravante, que quiero expresar en los términos más delicados y elegantes posibles: Andrés Manuel ya tuvimos uno y le puedo asegurar que el noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento de los mexicanos, unos porque lo alucinan, otros porque lo idolatran, no queremos tener otro.

Como le dije antes a Su Ilustrísima, es un problema de incierta resolución.

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Los profesionales que se dedican a tratar problemas de personalidad, ya sea con título de psicoanalistas, o psiquiatras, o psicólogos, o para abreviar, de loqueros, han estudiado a fondo lo que sucede cuando un hijo se llama igual que el padre, pues el nombre propio es un elemento esencial de la identidad y, en consecuencia, de la autoestima.

Identidad todos tenemos, pero se desdibuja un poco si quien tuvo la ocurrencia de traernos al mundo, sabiendo que nos va a heredar el apellido, tiene el poco tino de imponernos su primer nombre, el de pila, llamado así porque en la pila bautismal refrendan el daño que ya causaron en el registro civil. Eso provoca en las criaturas un síndrome llamado ‘pérdida de individualidad’, que se agrava un tanto cuando el padre es figura dominante y asume el rol de patriarca familiar, ya no digamos cuando es líder carismático y se siente el papá de la nación, o el redentor de la patria, o el mejor presidente de la historia.

Sucede entonces que el hijo, arremedado en nombre y apellido, sufre lo que en psicología clínica se denomina ‘confusión de identidad’ o ‘confusión de límites’, pues su mente no alcanza a comprender (o a digerir) dónde termina el ‘yo’ del papá y dónde comienza su propio ‘yo’, con los correspondientes estragos al ego y al súper-yo. No creo que ese sea el caso de Vuestro Temple quien, en la entrevista de marras, confesó que siente una admiración ilimitada por su progenitor, también conocida como ‘síndrome de identificación positiva’, que crea en quienes lo padecen la ilusión de que su padre reencarnó en ellos mismos.

Para evitar esos desajustes de personalidad, las mismas familias se encargan de buscar apelativos que hagan la diferencia entre el paterfamilias y su copia al carbón, recurriendo en este afán al diminutivo, al sobrenombre cariñoso, al apodo tierno, y hasta al mote ridículo, los cuales, vale apuntar, el destinatario puede encontrar incómodos, e incluso afrentosos. 

Digo lo anterior con conocimiento de causa pues, aunque es del mal gusto ponerse de ejemplo, yo me salvé de chiripa de tan infame suerte. Resulta que mi bisabuelo se llamaba Ramón, mi abuelo se llamaba Ramón, y mi padre, llamándose Ramón, no concebía que en el acta de nacimiento de su primer hijo figurase un nombre diferente. Una enérgica intervención de mi madre y de mi abuela materna evitaron el estropicio, pero mi hermano menor no tuvo tanta suerte: desde antes de ver la primera luz ya se llamaba Ramón, con el previsible y chocante efecto de que sus tías siempre le dijeron Ramoncito, sus primos lo llamaban Moncho, y sus hermanas, con lujo de alevosía y sin la menor consideración, le decían Monchis, sin siquiera considerar el corto circuito cerebral que estaban provocando.

Aunque no está a mi alcance asegurarlo, estoy convencido que a Vuestra Estirpe le pasó lo mismo, y no me refiero al corto circuito del hipotálamo, sino al diminutivo cariñoso de Andy, que sospecho que no proviene de sus camaradas de partido, ni lo inventaron los amlovers o los peje-zombis, ni se le puede atribuir a los neoliberales o a los fifís, sino que de seguro se originó en el protector y afectuoso entorno familiar. Cómo está Andy, preguntaría un pariente. Andy, pórtate bien, diría un maestro. Cómo ha crecido Andy, comentaría el pediatra. Y en todos esos casos, el interlocutor sabría que el personaje en cuestión no era el mesías tropical, sino su hijo segundogénito, en esos fugaces y felices momentos dueño de su propio nombre.

Así que ya lo ve: no está tan mal llamarse Andy. Cuantimás, que con ese nombre ya se hizo famoso a nivel nacional y, a partir del berrinche de la radio, su más ferviente anhelo trascendió las fronteras y fue publicado por el diario español El País, el portal latinoamericano Infobae, la cadena de noticias Yahoo News y la revista Expansión América Latina. Ese salto súbito a la fama internacional se puede comprobar fácilmente, pues cuando uno le pregunta al chat GPT a quién se identifica en México con el nombre de Andy, el motor de la inteligencia artificial aclara que aun cuando ‘hay otras personas llamadas Andy, ninguna tiene el nivel de reconocimiento y asociación política que Andrés Manuel López Beltrán tiene con ese nombre’, explicación que remata con una sentencia lapidaria: “En términos públicos y políticos, Andy es él.”

Mi sugerencia a Vuestra Necedad sería la siguiente: llámese Andy. Aprenda del ejemplo de Cantinflas, a quien no le gustaba que le dijeran Cantinflas. Dicen las buenas lenguas que cuando alguien lo reconocía en la calle, o sea siempre, o sea diario, y le llamaba por el mote cariñoso, ¡Cantinflas!, el cómico se ponía muy serio y replicaba, ‘me llamo Mario Moreno, y para usted, Don Mario’, a lo cual el interlocutor no tenía más remedio que responder, ‘si, Don Mario’, mientras para sus adentros pensaba, ‘¡a qué pinche viejo tan payaso!’.            

Así que no cantinfleé: llámese Andy.

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Aunque no venga al caso, su porfía me recuerda lo que sucedió en España cuando se instauró la democracia, y decenas de miles de personas acudieron al registro civil a cambiarse el nombre. Durante la dictadura, en afán de exterminar los regionalismos, Franco había ordenado que todos los recién nacidos llevaran nombres castellanos, con lo cual los Iñakis vascos no tuvieron más alternativa que llamarse Ignacio, al tiempo que los Jordis catalanes eran bautizados como Jorge. Más ese mandato sólo aplicaba en la papelería oficial pues las familias, entornos protectores, usaban sin discreción los dialectos prohibidos, y los Iñakis y los Jordis andaban muy a gusto por la vida con sus nombres autóctonos.

En esa época, yo tenía una colaboradora oriunda de Madrid que se llamaba Lola, y así le decían sus parientes, sus amigos, sus colegas, y ese mismo mote cariñoso figuraba en sus tarjetas de presentación. Así también se firmaba en el periódico, más allá de que su fe de bautismo y su carnet de identidad consignaran que se llamaba Dolores, nombre que odiaba con odio jarocho. Sólo cuando pasaba una aduana o un control de pasaportes y le pedían su nombre, con el hígado hecho nudo, tenía que confesar su dolorosa realidad. Ella también se benefició con la apertura y pasó a llamarse Lola de manera oficial, dejando en el olvido el aborrecido Dolores, desenlace muy acertado porque, hay que decirlo de paso, a Lola no le dolía nada.

Eso se lo cuento a Vuestra Inconformidad como anécdota, pues no tiene ninguna utilidad en el caso que nos ocupa, ya que Usía no desea cambiar su nombre sino, más bien, recuperarlo. Si entendí bien su molestia, Vuecencia se llama Andrés Manuel y pretende que le digan Andrés Manuel, dejando en el olvido lo de Andy, por alguna razón un mote cariñoso que le resulta aborrecible.

Pues bien, a ese respecto le tengo dos noticias, pero no es una buena y la otra mala. Con la pena, pero las dos son pésimas. La primera es que el nombre Andrés Manuel, como quedó demostrado en líneas previas, ya está ocupado, y lo ocupa un figurón que, a querer o no, se metió hasta la médula en el imaginario colectivo y de ahí no piensa moverse. Aunque ande desaparecido del mapa, sigue provocando tempestades. Tratar de suplantarlo, de removerlo o de eclipsarlo, raya en la más descabellada obstinación. Para ponerlo en términos históricos, guardando todas las proporciones, es como si el hijo del presidente Juárez hubiera exigido que le dijeran Benito, en vez de Beni o Benitito, o el hijo del general Díaz reclamara ser llamado Porfirio, en vez de Porfis o Porfirito. Serían batallas pérdidas de antemano.

La segunda noticia es aún peor: si de verdad no quiere que le digan Andy, eligió la peor de las estrategias. ¿Qué no sabe que vive en el país más fregativo del mundo? Pues fue su propia mano, o más bien su propia boca, la que puso la soga al cuello. De hoy en adelante, nomás por fregar, lo van a estar friegue y friegue con su apodo. Sabiendo que le incomoda, lo van a fregar de día y de noche, le van a poner friega tras friega en periódicos y noticieros, será fregado sin piedad en las tertulias y lo van a refregar hasta los cuates, ya no digamos los no cuates, pues, como bien dice el refrán, no hay alegría más auténtica que la desgracia ajena.

En resumidas cuentas, la cosa ya se fregó. Con una salvedad: en su anunciado camino al trono, el reconocimiento de nombre, factor fundamental en las encuestas y en las votaciones, está garantizado. Medio país y una parte del mundo ya saben quién es Andy. Así que, si está en sus planes ponernos una friega similar o parecida a la que nos puso su papá, no se ande con andares andariegos: llámese Andy. Sin ánimo de fregar, ese es el mejor consejo que logró salir de las truculentas y disparatadas cavilaciones de

Fernando Martí

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