Mario Vargas Llosa fue, sin duda, una de las figuras intelectuales más influyentes del mundo hispano en el último siglo. Nobel de Literatura en 2010, su obra literaria marcó a generaciones de lectores con una mirada crítica, compleja y profundamente comprometida con la libertad. Pero más allá de sus novelas, su legado político fue igualmente trascendente y, al mismo tiempo, objeto de intensos debates. En él se condensaban las tensiones entre arte y poder, entre ideología y democracia, entre el intelectual y la política práctica.
A lo largo de su trayectoria, Vargas Llosa pasó por diversas etapas ideológicas. En su juventud, se identificó con la izquierda, influido por el marxismo y por las promesas revolucionarias de mediados del siglo XX. Admiró la Revolución Cubana, a la que más tarde criticó con dureza tras constatar la deriva autoritaria del régimen de Fidel Castro. Ese quiebre marcó un punto de inflexión. A partir de entonces, comenzó un tránsito hacia el liberalismo clásico, convirtiéndose en uno de sus más destacados defensores en el mundo de habla hispana.
Este giro no fue meramente discursivo. En 1990, Vargas Llosa decidió llevar sus ideas a la arena electoral y se postuló a la presidencia del Perú. Su campaña, basada en un programa de reformas económicas de libre mercado, modernización del Estado y defensa de la democracia, fue derrotada por Alberto Fujimori. El desenlace no solo significó su salida de la política activa, sino también el inicio de una crítica implacable contra el fujimorismo, al que denunció como autoritario y corrupto.
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Desde entonces, su voz fue clave en debates sobre democracia, libertad de expresión, populismo y autoritarismo en América Latina. Su defensa del liberalismo no fue acrítica ni ingenua: fue una apuesta por un modelo de convivencia plural, abierto al disenso, y basado en el Estado de derecho. Criticó tanto a regímenes de izquierda como de derecha cuando, en su opinión, vulneraban las libertades fundamentales.
Sin embargo, su legado político también generó controversia. Su defensa de líderes conservadores como José María Aznar, Sebastián Piñera o Keiko Fujimori –esta última en el contexto de evitar el retorno de la izquierda radical al poder en Perú– fue vista por algunos como una contradicción con sus principios democráticos. Otros le reprocharon un tono elitista y una visión excesivamente eurocéntrica en su crítica a los movimientos populares de la región.
Pese a ello, Vargas Llosa mantuvo una coherencia fundamental: su rechazo al autoritarismo, su defensa de las instituciones democráticas y su insistencia en que las ideas importaban tanto como las acciones. En un continente históricamente marcado por caudillismos, clientelismos y gobiernos personalistas, su insistencia en el pensamiento crítico como base de la ciudadanía fue, en sí misma, una postura política.
Hasta sus últimos años, con más de 80 años, Vargas Llosa siguió escribiendo, opinando y participando en la vida pública. Su legado político no estuvo en cargos ni en leyes aprobadas, sino en haber tendido un puente entre la literatura y la política, entre la creación artística y la acción cívica. Demostró que en tiempos de confusión ideológica, la claridad intelectual y la valentía de sostener las convicciones podían ser una forma poderosa de influencia, y que el intelectual no debía replegarse a la torre de marfil, sino comprometerse con su tiempo, aún a riesgo de la impopularidad o el error.
Que en paz descanse.