CHIAPAS

El corazón de Chiapas

Chiapas no se transita, se pronuncia con el corazón en vilo, no es territorio, es un cuerpo vivo donde late el volcán, ondea el río, y se abre el mar como una flor que nunca cierra. | José Luis Castillejos

Escrito en OPINIÓN el

Chiapas no se transita, se pronuncia con el corazón en vilo. No se mira, se contempla desde la entraña. No es territorio, es un cuerpo vivo donde late el volcán, ondea el río, y se abre el mar como una flor que nunca cierra.

Es un susurro arcaico que camina descalzo por los cafetales. Una lágrima caliente que cruza el Suchiate con los huesos rotos de los que aún creen en el espíritu del migrante. Un rezo que se dice en lengua madre, en voz baja, en la cocina de las abuelas que curan el mundo con pozol, sal y ternura.

En Puerto Arista, el mar no ruge: susurra profecías. Las olas traen peces y futuro. El turismo —ese forastero incierto— ha hallado en esta costa una promesa: la de un desarrollo que no asesine su alma. Aquí el sol se acuesta sobre el horizonte como un Dios cansado, y las palmas dan sombra a las historias que los pescadores cuentan mientras hilan redes y silencios.

Las barras de Zacapulco y San José son un salmo húmedo. Los manglares —laberintos de raíces y cielo— acogen a los cangrejos que caminan de lado, como si el tiempo no fuera una línea, sino un remolino. El silencio huele a yodo y a memoria.

El Suchiate es un río que no separa: une lo que los hombres partieron. Mujeres con niños al pecho y hombres sin patria cruzan su vientre acuoso sin mirar atrás. Tapachula los recibe con pan, con café, con murmullos de esperanza, y también con el filo de la incertidumbre.

Tuxtla Chico y Cacahoatán florecen entre el canto de los gallos y la dulzura abierta del rambután. En Unión Juárez, el volcán Tacaná vigila. No ruge: respira. Es un Dios que no pide templo porque todo lo observa.

San Juan Chamula no se explica: se presiente. Sus iglesias arden en copal y fervor. Las oraciones se enroscan como serpientes de humo, y los santos, vestidos con telas vivas, miran sin ojos. Zinacantán borda su identidad sobre telares que cantan con hilos de mil colores.

En San Cristóbal, el tiempo es un río frío. Las calles, de piedra y memoria, murmuran en tsotsil. Las iglesias no son monumentos: son cuerpos vivos que han llorado, resistido, amado. Los turistas caminan como sombras que admiran sin comprender del todo.

Berriozábal, con su nombre de aire limpio, guarda los atardeceres entre pinos que narran lo que nadie escribe. En sus plazas, la vida ocurre sin premura. Y en Coita, el carnaval no es fiesta: es exorcismo. Los tigres corren por las calles, los tambores arden como corazones, y el pueblo entero danza con la historia, con la furia y con la risa de quienes saben sobrevivir bailando.

Chicoasén contiene el río como quien sujeta un secreto. La presa es un espejo del cielo y de la espera. Jaltenango canta entre surcos. Motozintla sueña bajo neblina espesa y tejados que escupen humo de leña. Comitán se recuesta sobre sí misma como mujer que recuerda, como verso de Rosario Castellanos que no ha terminado de doler.

El Cañón del Sumidero es una herida vertical. Es un tajo donde la tierra sangra agua. Ha oído pactos y traiciones, guerras y silencios. Los zopilotes no vuelan: custodian. El río abajo arrastra siglos.

En Tuxtla Gutiérrez el ruido es una fiebre. Pero al fondo, el macizo del cerro Mactumactzá observa. No grita, no responde: resiste. Es el otro volcán, el que calla mientras todo grita.

San Fernando no presume: respira con hondura. Las calabazas crecen bajo la milpa como secretos. El ganado lame la sal de la tierra con la paciencia de quien ha visto siglos pasar. Los niños corren detrás de una pelota como si persiguieran el futuro.

Las leyendas no han muerto: duermen bajo los árboles. Hablan de mujeres que se volvieron agua, de jaguares que custodian las noches, de espíritus que aún cantan en los cerros. Cada pueblo tiene un eco, cada iglesia un silencio, cada parque una cicatriz invisible.

El campo no descansa. El café baja como sombra y aroma. El plátano sonríe curvado. El mango se parte como herida dulce. La caña se alza como himno. El ganado —ese otro corazón del paisaje— camina con los ojos bajos, pero la dignidad en alto.

Porque Chiapas no solo se cultiva: se honra. Se defiende. Se canta en silencio, se celebra con tortilla de maíz, con pozol espeso, con manos que aún huelen a tierra. Cuando la lluvia cae, no se teme: se abraza.

Los migrantes siguen cruzando. Las mujeres siguen sembrando. El ganado sigue naciendo. La tierra sigue pariendo. Y el alma de Chiapas —inconforme, indomable, luminosa— sigue escribiéndose con sudor, con palabra, con rabia y ternura.

Nadie pasa por Chiapas sin llevarse algo. Una herida, una flor, una palabra. Porque Chiapas no es estado; es cuerpo. Es latido. Es poema. Es patria secreta que arde, canta y florece bajo el peso y la luz de su propio misterio.

 

José Luis Castillejos

@JLCastillejos