En México, el fenómeno de la desaparición forzada entre particulares o por agentes del Estado, resulta de larga data. Se tienen antecedentes como una práctica entre los grupos revolucionarios a principios del siglo pasado, retomándose esta práctica en la década de los 60 y 70 en el marco de los movimientos estudiantiles.
La desaparición forzada es un delito que en su tipificación penal ha evolucionado y se ha agravado en razón a su incremento. Hasta antes del 17 de noviembre de 2017 la penalidad por desaparecer a alguien solo ameritaba una pena de dos a ocho años según el artículo 215-A del código penal federal. A partir del 17 de noviembre de 2017 se cuenta con una legislación especial en la que se agrava y se amplía a los particulares, además de los agentes del estado como responsables del delito con una penalidad de veinte a treinta años más, algunas agravante que incrementan la mitad más, y se establece la obligación del Estado de buscar a los desaparecidos con las familias de las personas desaparecidas. Se entiende como un delito continuo, permanente en tanto no aparezca la persona desaparecida.
Pareciera obvio el porqué cambió la ley, pero la explicación del contexto nos lleva a un antes y un después del caso Ayotzinapa, que con la lamentable descomposición de los fenómenos delincuenciales asociados a grupos de la delincuencia organizada en el país con motivo del narcotráfico, los delincuentes en muchos casos mataban a las personas y ocultaban los cuerpos. Pero lo más grave es el contubernio con las autoridades que salió a la luz, todos recordamos los videos de los jóvenes estudiantes detenidos y trasladados por patrullas de la policía municipal y después de eso; de ellos no se conoce su paradero.
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De forma y fondo el incentivo para la delincuencia es que el homicidio tiene ciertas facilidades para la investigación ya que el primer y más importante indicio de prueba para buscar a los responsables es el cuerpo sin vida de una persona, y la penalidad es más alta. Entonces la delincuencia organizada en el país ha optado por desaparecer a las personas a través de muchos métodos, los más atroces. Han evolucionado desde el entierro hasta arrojando los cadáveres en fosas clandestinas, que por cierto abundan a lo largo y ancho del país. Las primeras cifras de fosas clandestinas, dan terror, fueron las del Puerto de Veracruz; ese caso se conoció como “el arbolito” y “colinas de Santa Fe”. Por otro lado, se tuvo conocimiento de un lugar en Tijuana, Baja California en el que con químicos y tambos deshacen los cuerpos hasta que se convierten en polvo, ese caos se conoció como el “pozolero”, un fenómeno igual pero en varios lugares de Tamaulipas fue conocido como “la freidora”, y recientemente al estilo Jalisco se encuentran hornos crematorios clandestinos con más de 400 pares de zapatos, y cientos de prendas de ropa de hombres, mujeres, niñas, niños y adolescentes en Teuchitlán, Jalisco.
Lo complejo de este fenómeno es que el delito no sólo persiste sino que aumenta, y cada vez es más complicado buscar a los desaparecidos o encontrar sus restos, pues en muchos casos como este sólo quedan cenizas, y lo revelador es la crisis humanitaria en la que estamos y que quizás aún no dimensionamos como país. Aunado a que el estado de fuerza para la búsqueda de los desaparecidos lamentablemente la realizan las propias víctimas del fenómeno delictivo; es decir las familias de los desaparecidos son quienes sin recursos realizan las búsquedas a partir de información “anónima” y con poco apoyo del incipiente sistema nacional de búsqueda de personas, ya que no se ha logrado homologar nada al respecto ni para la investigación, atención a víctimas y prevención del delito.
Nota al pie de página: el pasado domingo cientos de miles de mujeres salimos a las calles a manifestar la necesidad de vivir una vida digna sin violencia, al igual que la desaparición el fenómeno es persistente y en aumento; mucho que reflexionar y hacer.