LA VIDA

Una vida

Una mujer aún joven, su hija y su nieto pasean por París, esa es una fotografía que guardo y que nadie tomó… una vida que compartimos. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Una vida. Y la fragilidad infinita. Los pasillos de un hospital. Caminar derechita en la cola de las personas que visitan terapia intensiva. Se agradece esa especie de cariño espontáneo, de solidaridad que mantiene unida a la fila. “Deje su bolsa”. “Lávese las manos”. “Colóquese la bata”. “No tome fotos”.  ¿Fotos? La fotografía de una mujer joven casi de perfil. Sus ojos me recuerdan una canción de Edith Piaf  “Es increíble. ¡Tanto azul!” Son los ojos de su padre. Ahora no puede abrir los ojos. “Háblele”, me dicen. “Sí la escucha”. Y una se sumerge en esa dolorosa ambivalencia: si me escucha, ¿está sufriendo? ¿sabe que está en un hospital lejos de su hogar, de su familia, de su balcón que mira hacia la laguna? Si me escucha, ¿sabe que la visita se termina y se queda sola? Aislada. Lejos.

Esta Ciudad de México fue suya por un tiempo. En la adolescencia, cuando vino a estudiar. Fue una época feliz en su vida. En eso quiero pensar: en las épocas felices para ella. En aquella Villahermosa que ama tanto. La de los años treinta, cuarenta, cincuenta. Los rituales alrededor de la Plaza de Armas. El Club de “las señoritas Bugambilia”. Tiene 94 años. Ha ido despidiendo a sus amigas de una por una. Tuvo que despedir a su hermano. Cuántas pérdidas se acumulan. Habituarse a la pérdida que con la edad se convierte en un modo de vida. Sus fotos de bodas. Sus fotos con su esposo y sus hijos. Sobre todo, sus fotos de viajes. Es curioso: cuando atravesaba las fronteras era otra. Realmente otra.

La recuerdo riendo a carcajadas en las escaleras de un museo. ¿De qué se liberaba en cada viaje? ¿por qué era tan distinta? ¿qué la afectaba en la vida cotidiana? ¿qué la oprimía? “Háblele, la escucha”. Le recuerdo el mejor encuentro de nuestras vidas: pasó un mes en París con mi hijo y conmigo. Pudimos hablar. Casi diría: de mujer a mujer. Le leía libros a Diego. Tomábamos vino blanco helado cuando yo regresaba del trabajo. Caminamos cantidades de calles. Nos tomamos litros de café de barrio en barrio. Diego fue su primer nieto. Crearon una relación bella y profunda. Hemos sido tan distintas. Tan aparatosamente distintas. Supongo que entender que los anhelos de una hija, sus elecciones de vida, no son una forma de desamor y de rechazo es un proceso largo y complejo. Eso le digo: “fuimos muy distintas y está bien. La vida es así. Cambiante. El amor no es repetir. No.” 

Dicen que me escucha. No sé nada de los grados de consciencia. Nos avisan que tenemos que irnos. ¿Cómo transcurre el tiempo para ella? Abrió sus ojos un poquito. No pude ver sus pupilas tan azules. Solo los abrió un poquito. Deseo tanto que no sepa que se queda allí sola. Su nieto mayor me está esperando afuera. Le dice “Memé”. Quisiera que alguien me pudiera explicar qué significa que abra un poquito los ojos, pero no hay informe médico a esta hora. En esta época del año oscurece muy temprano. Entra una a la visita de día y sale de noche. Que no sepa del sufrimiento y de las ausencias, y del tiempo que corre tan lento. Por favor, que no sepa. “No tome fotos”, te dicen al entrar a terapia intensiva

Una mujer aún joven, su hija y su nieto pasean por París. Esa es una fotografía que guardo y que nadie tomó. Años antes, tengo otra foto entrañable: en una habitación de la maternidad, esa misma mujer abraza a su primer nieto. Esa foto es la más íntima. La más mía. Nunca le pregunté cuál sería la suya. La “nuestra” para ella. ¿Qué guarda en su memoria? ¿cuándo me sintió más cerca? Se lo tengo que preguntar la próxima vez. Yo no sé nada de los grados de consciencia. ¿Despedirse de su madre? Una no sabe nada. Nada.

María Teresa Priego

@Marteresapriego