Viajar es mucho más que coleccionar sellos en un pasaporte o fotos que permanecen en Instagram, los viajes son esos escapes que nos prometen nuevas experiencias y horizontes, son mucho más que simples desplazamientos geográficos. Viajar, en realidad, es una inmersión profunda en un mundo de sensaciones, donde los sabores y aromas juegan un papel protagónico. Y es que, en el corazón de cada travesía, laten los "antojos de viajero", esos impulsos irresistibles que nos llevan a explorar la gastronomía local, a descubrir platos típicos y a saborear cada bocado como si fuera una ventana a la cultura y la historia de un lugar.
Estos antojos, más que ser meros caprichos culinarios, son auténticas brújulas que nos guían a través de la esencia de un destino. Nos invitan a perdernos en mercados bulliciosos, donde los colores y olores se mezclan en una sinfonía sensorial; a descubrir pequeñas pastelerías escondidas, donde los dulces tradicionales nos transportan a épocas pasadas; y a disfrutar de terrazas con vistas panorámicas, donde los vinos locales nos revelan los secretos de la tierra.
Pero los antojos de viajero no solo satisfacen el paladar, sino que también alimentan el alma. Cada sabor, cada aroma, tiene el poder de evocar recuerdos, de despertar emociones y de conectarnos con personas y momentos que creíamos olvidados. Son como cápsulas del tiempo que nos permiten revivir instantes mágicos, compartir risas con seres queridos y sentir la presencia de aquellos que ya no están físicamente, pero que siguen vivos en nuestra memoria gustativa.
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Recuerdo con cariño los huevos estrellados en cazuela de mi abuela, con esa clara crujiente y el intenso sabor del aceite de oliva que se coronaba con pan pita tostado y jocoque seco hecho en casa. Cada vez que pruebo un huevo estrellado, siento que ella está a mi lado, con su cigarro en la mano, riendo a carcajadas y compartiendo historias de su abuelo en Grecia.
Otro recuerdo que atesoro es el aroma del café recién hecho que impregnaba las mañanas en Veracruz. Mi padre y yo, amantes del buen café, nos sentábamos en un pequeño lugar de Los Portales, a observar el mundo pasar. El aroma intenso y el sabor amargo del café se mezclaban con el bullicio de los sones jarochos, creando una atmósfera única y envolvente. Esos momentos, compartidos entre padre e hijo, son tesoros que guardo en mi corazón, y el café se ha convertido en un símbolo de nuestra conexión, un puente que nos une a través del tiempo, la distancia y la vida misma.
Los alimentos, en definitiva, son mucho más que simples nutrientes. Son poderosos conectores emocionales que nos unen a nuestras raíces, a nuestra historia personal y a las personas que amamos y que ya no están. Cada plato típico, cada receta familiar, es un legado que se transmite de generación en generación, un hilo invisible que nos conecta con nuestro pasado y nos proyecta hacia el futuro.
Por eso, cada vez que viajo, me dejo llevar por mis antojos, saboreando cada plato como si fuera una obra de arte, un poema escrito en el lenguaje de los sabores. Me aventuro en mercados locales, donde los productos frescos y las especias exóticas me invitan a explorar nuevas sensaciones. Me siento a la mesa con desconocidos, compartiendo platos y conversaciones, descubriendo que la comida es un lenguaje universal que nos une a todos.
Y es que, en última instancia, los antojos de viajero son mucho más que simples deseos culinarios. Son una forma de explorar el mundo a través de los sentidos, de conectar con otras culturas y de crear recuerdos imborrables. Son la esencia misma del viaje, la chispa que enciende la pasión por descubrir nuevos horizontes y la llama que mantiene viva la memoria de aquellos que nos acompañaron en el camino.
Así que, la próxima vez que sientas un antojo mientras viajas, no lo reprimas. ¡Déjate llevar y disfruta del viaje! Permítete saborear cada bocado, cada aroma, cada momento. Porque en cada plato, en cada sabor, hay una historia que contar, un recuerdo que revivir y una emoción que compartir. Y en esos pequeños placeres, en esos antojos de viajero, reside la verdadera esencia de la vida.
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Muchas gracias a los Rock, que me abrieron las puertas de su medio para seguir contando estas historias. Gracias a mi padre, que en donde sea que esté seguro toma un café y sonríe mientras ve esta columna en algún dispositivo celestial. Gracias a mi madre, que aún conserva -pocos quizás y no porque así lo desee- recuerdos de platillos pasados. Esta es mi nueva casa y nos leeremos cada semana, en esta columna.