Nacido en el seno de una familia de ricos mercaderes de la todopoderosa Venecia del siglo xiii, Marco Polo se embarcó a los diecisiete años en un viaje que le llevó hasta Pekín. Su nombre pasaría a la historia por sus viajes, por no tener miedo a nada y por su memoria, pero sobre todo porque se dejó entusiasmar por el mundo y sus gentes. También por la forma en que lo hizo: aprendió hasta cinco lenguas, conversó y escuchó hasta ganarse la confianza de todo tipo de personas de tierras lejanas, incluso de reyes y emperadores.
Shklovski recrea con maestría el épico relato que Marco Polo hizo sobre sus viajes cuando fue hecho prisionero de los genoveses. Durante su cautiverio, dictó a uno de sus compañeros de celda las aventuras vividas durante más de veinte años, una de las primeras crónicas occidentales sobre el Asia medieval de las que se tiene noticia. Shklovski toma nota de este testimonio y nos presenta de manera certera y sin exceso de artificios el incisivo retrato del mercader veneciano, sus legendarias andanzas y los contextos y ambientes de la época. Sus páginas transmiten la curiosidad insaciable, el hambre de conocimiento y la necesidad de traspasar los límites de los que hizo gala el gran Marco Polo.
Publicado originalmente hace casi un siglo, esta nueva edición cuenta con la traducción del experto en literatura rusa Ricardo San Vicente, e incluye un posfacio del periodista y escritor Xavier Aldekoa, que nos invita a su lectura y en el que reflexiona sobre la influencia de los grandes viajeros en la historia de la humanidad.
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Fragmento del libro de Víktor Shklovski “Marco Polo”. Publicado por Arpa. Se publica con autorización de Océano.
INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR DE VICTORIAS Y DERROTAS
«¡Hay que vivir muchos años!», decía Kornéi Chukovski al despedirse de algún colega desde el balcón de su dacha en Peredélkino. Con la expresión de este deseo —ilusión que, salvo raras excepciones, compartimos vivamente la mayoría de los mortales— lo que el escritor y crítico literario quería decir es que el éxito les llega a los creadores tarde (o nunca), y a los escritores rusos casi siempre demasiado tarde, cuando ya no pueden paladear las mieles de la fama.
No es el caso de Víktor Borísovich Shklovski (1893-1984), aunque también es cierto que, como algunos de sus familiares, colegas y amigos que vieron truncadas sus vidas con un tiro en la nuca en el Gulag, no pocas veces estuvo a punto de verse en el grupo de los creadores y revolucionarios de breve y trágica existencia. En este sentido, la luminosa novela sobre Marco Polo (1931) tiene algo que ver con la azarosa y larga vida de su autor.
Dejando al margen sus agitados años de juventud, recogidos en diversas obras, tal vez el aspecto más relevante de la contribución a la cultura rusa y universal de Shklovski sean sus reflexiones sobre el arte y sus teorías sobre la literatura. Es uno de los padres del formalismo en el arte, de la idea de que en la literatura lo aparente sobrevuela al contenido, si para los formalistas este concepto merece existir. Que en el arte —de hecho, en cualquier creación humana, sea una tostadora o una azada— el «cómo» privilegia el «qué». El elemento fundamental del arte es su aspecto formal. En la medida que percibimos el mundo como un montaje, el arte se convierte en un «procedimiento» para expresar y entender este mundo. No importa que hablemos de una escopeta colgada en la pared, del vuelo abortado de una gaviota o de un cenicero, lo destacado es cómo lo hacemos y si la composición (el montaje) de nuestra historia contribuye a la excelencia del relato y por lo mismo a la comprensión del mundo. Una idea muy probablemente recogida de la obra de Chéjov.
Pero volvamos a la URSS y al joven e inquieto Shklovski. Esta idea, la del formalismo —que está latente en el arte de su época—, es combatida por la marea soviética empapada de marxismo, según la cual en toda creación artística el autor ha de priorizar su contenido (revolucionario), es decir, su dimensión ideológica.
El pensamiento llamémosle soviético —luego convertido en «realismo socialista» en el arte— extendió su manto a la ciencia y el conocimiento: a la biología, a la historia, a la antropología, a la psicología... Aplicó toda su autoridad y su poder a encumbrar a los adeptos y a los compañeros de viaje, pero aún en mayor medida aplicó su brutal capacidad a destruir a enemigos ideológicos y creadores.
Lo paradójico es que en el terreno del arte —la pintura, la arquitectura, pero sobre todo la literatura y el cine— el poder soviético se aprovechó de los logros formales de los artistas para alimentar su discurso ideológico. Esto explicaría la inestable preeminencia de los Eisenstein o Pudovkin en el cine, o de los Fadéyev o Shólojov en la literatura. Pero lo pavoroso es que estos sobrevivieron milagrosamente, y algunos hasta gozaron de una buena vida, pero los Mandelshtam, Bábel, Pilniak, Meyerhold, o los Shalámov o Solzhenitsyn, sumados a una lista tan dolorosa como interminable, sucumbieron: fueron exterminados o encerrados.
Shklovski, protagonista de la Revolución rusa y a la vez teórico revolucionario en el revuelto y fértil mundo del arte, se mantendrá un tiempo en la cuerda floja de la ambivalencia, hasta que se ve obligado a huir a Berlín. Huye por razones políticas, pero también estéticas. Allí, en una ciudad que, casi como ocurre hoy, acoge a gran parte de la emigración rusa contraria al régimen, Shklovski no dejará de crear, pero tal vez por fidelidad a la revolución o por amor al país, opta por regresar.
Lo consigue en parte gracias a la ayuda de Maksim Gorki, pero el precio será alto. El silencio impuesto a su discurso teórico le obliga a dedicarse a otros proyectos, obras alejadas de su talante teórico, pero que nos permiten descubrir una nueva dimensión del escritor. Es cierto que esta nueva dimensión se verá precedida de la abjuración de sus principios (Monumento a un error científico, 1930), pero lo compensará con obras donde los personajes y la fuerza creadora del hombre desempeñan un papel sobresaliente: héroes forjadores y transformadores de la historia. Es entonces cuando crea sus novelas sobre personajes notables e inicia sus reflexiones literarias sobre grandes autores rusos, como Dostoyevski o Tolstói. Nace lo que él mismo denominará «prosa histórica», de entre la que destaca nuestro Marco Polo (1931).
Así, el creador y forjador de ideas y fuente de conceptos literarios, Víktor Shklovski se ve obligado a lanzarse a la creación de sus propias obras literarias, a aquello que los escritores consideran que son incapaces de hacer los críticos y teóricos del arte. Pero nuestro autor nos demuestra que es capaz, muy capaz, de ello. Marco Polo no es la menor de estas pruebas.
Además de recomendar vivamente la lectura de esta novela por lo destacado y desconocido del personaje y de sus viajes y descubrimientos, cabe subrayar el imborrable estilo de Shklovski, que ni siquiera cuando —en apariencia al menos— abjura de sus entretelas formalistas, deja de ser un escritor diferente y atractivo. Shklovski, como un cuchillo bien afilado, de corte breve, preciso y profundo, nos introduce en realidades tan lejanas en el pasado como hoy próximas a nuestra cultura y a nuestro amor por lo maravilloso pero real.
La novela nos acerca a la aventura de un joven veneciano que viaja por el espacio de un mundo entonces prácticamente desconocido, pero como el autor se cuida de recordarnos se trata también de un viaje en el tiempo, en su tiempo.
Desde una cárcel, un cautivo, un narrador vital y fantasioso, Marco, se mueve en un espacio fantástico y para los allí presentes maravilloso; solo gracias a otro preso —Rustichello de Pisa— que sabe escuchar y escribir, al cabo de los años se descubrirá que ese espacio y ese tiempo eran reales, lejanos, fantásticos, tan maravillosos como fascinantes, pero al fin reales. Shklovski se propone y consigue trasladarnos esta doble idea: Marco es tan fantástico como real, tan del pasado como de un futuro soñado.
Desde la húmeda y fría realidad de las mazmorras de un penal, un hombre fantasioso, al que llamarán «Il Milione» por las imposibles cifras que maneja, cuenta fábulas que un escribidor recoge fielmente, fantasías que nos remiten a una realidad entonces tan increíble como ignorada.
Por último, otra fantástica paradoja y otro sueño que nos ha permitido navegar entre la pesadilla y lo maravilloso: ¿No fueron los dorados y cegadores techos de Cipango narrados por Marco, las deslumbrantes e incontables riquezas de una China tan palpable como fascinante, las sedas delicadas de las princesas, las fantásticas y ocultas piedras preciosas traídas de Oriente, los «millones» de monturas, jinetes, escudos, lanzas, flechas y espadas, las millas y días de camino y fortuna, de sed, hambre, constancia y empeño, los que atrajeron e impulsaron a viajeros y aventureros como Cristóbal Colón, que, tras leer las «fábulas» de Il Milione, se propusieron arrancar de los techos dorados de Cipango su anhelado oro, a lanzarse a la aventura de alcanzar el Nuevo Mundo?
Ricardo San Vicente Urondo Barcelona, octubre de 2023.
La ciudad de San Marcos
Sobre Venecia se ha escrito mucho y casi en todos los idiomas del mundo. Las dos obras teatrales más famosas que tienen esta ciudad como escenario son del inglés Shakespeare. El mercader de Venecia, Shylock, era judío, y el general veneciano Otelo, moro.
Venecia es una ciudad internacional y su nombre proviene de un pueblo, el de los vénetos, un pueblo muy antiguo. Cuando los vénetos que poblaban la costa adriática oriental desaparecieron al disolverse en la multitud de pueblos del Imperio romano, en Europa —concretamente en las costas del Báltico— aún quedaban otros vénetos. Y ya entonces, hace más de dos mil años, los científicos discutían si los vénetos adriáticos y los vénetos bálticos estaban o no emparentados. Los vénetos del Báltico tenían su ciudad —Véneta— situada en unos bancos de arena cercanos a la actual Szczecin, la antigua ciudad eslava de Szczecin. Los vénetos del Báltico eran eslavos y el geógrafo griego Estrabón, que vivió al principio de nuestra era, estaba convencido de que los vénetos del norte y los vénetos del mar Adriático eran un mismo pueblo. En la antigüedad, los pueblos vecinos del sur y de Occidente llamaban a los eslavos vénetos, vendos, y también antos. Los historiadores actuales creen que, por su nombre báltico y probablemente por su origen, los vénetos estaban relacionados con la tribu de los viatichi. Los viatichi vivían en el centro de Rusia, en los bosques que riega el Oká, en las orillas de los ríos. Su emblema tribal —el tótem— era el castor.
Sin embargo, la relación entre los vénetos bálticos y los adriáticos no está probada. De las costas adriáticas los vénetos desaparecieron ya en la más remota antigüedad; su cultura se disolvió en la cultura del Imperio romano, y el latín absorbió su lengua. En sus orígenes, la cultura véneta no era más débil que la romana y de ello nos hablan las losas funerarias y las inscripciones vénetas descubiertas en las excavaciones cercanas a la ciudad de Este. El autor de la Historia de Roma, Mommsen, afirma que, después de la derrota de los romanos en Alia, quienes salvaron el Capitolio no fueron los gansos de la leyenda, sino los diestros y valerosos guerreros vénetos. El conocido historiador romano Tito Livio era originario de la ciudad véneta de Padua.
La modalidad de vida de la antigua Venecia tiene sus orígenes en las costumbres y usanzas vénetas. Era este un país que miraba al mar, tierra de barcas, y en Bizancio al color azul marino lo llamaban veneciano. Estrabón llegó a ver el antiguo país de los vénetos y decía de él: «Está cortado en canales y tierras de relleno... Algunas de aquellas ciudades se asemejan a islas». Acerca de la ciudad véneta de Rávena, Estrabón escribió: «Rávena es una ciudad entre pantanos, construida en madera. Allí se comunican por medio de puentes y barcas».
La ciudad de Venecia surgió hace unos mil quinientos años. En los tiempos de Estrabón, en el lugar donde ahora se levanta Venecia, solo había bancos de arena yermos. Los pescadores vivían en casas erigidas sobre pilones y para defenderse de las olas y la arena levantaban setos trenzados. La ciudad de Venecia se alzó sobre los bancos de arena porque temía los peligros de tierra firme.
Desde el Danubio hasta la lejana China se extiende la estepa. En ella vivían, ya en los tiempos más remotos, pueblos pastores trashumantes. En Europa ni siquiera se sabía quiénes eran, y hasta sus nombres llegaban cambiados. En cierto lugar, el mar Caspio corta la extensa franja de la estepa. El camino del sur sigue la costa y pasa a través de un estrecho desfiladero por Derbent; otro camino más largo, hacia Oriente, conduce a través de la estepa a las costas septentrionales del Caspio. En la estepa vivían los nómadas. En verano estos se marchaban a las montañas, y en invierno bajaban a los llanos. En invierno, el ganado comía la hierba seca cubierta por la nieve. Los itinerarios de los rebaños eran fijos y formaban círculos, cada uno de los cuales pertenecía a un clan distinto. En los círculos había pozos, a veces muy profundos, y las paredes de los pozos estaban reforzadas con ramas trenzadas o muros de piedra. El agua se extraía de ellos mediante largos pellejos de cuero que se vaciaban en los abrevaderos. Junto a ellos se apretujaban las ovejas. Una vez saciada la sed de los rebaños, los hombres se ponían en marcha. Tras el ganado marchaban los pastores y los camellos que llevaban las tiendas.
Los anillos de los nómadas atravesaban las grandes rutas de las caravanas, caminos que llevaban a lejanos países que en Europa nadie conocía. Las rutas de las caravanas estaban gastadas por las patas callosas de los camellos, holladas por la poderosa pezuña del caballo y el estrecho casco del asno. Los caminos eran profundos y parecían zanjas; a ambos lados de ellos se encontraban las manchas negras de las hogueras y, cual rejas blancas, yacían allí huesos secos de camellos y caballos.
En los años de sequía o de guerra, o cuando una tribu derrotaba a otra y el jefe vencedor lograba reunir las hordas de la estepa, se rompían los círculos trashumantes y los nómadas, siguiendo las rutas de las caravanas, se encaminaban hacia China o hacia las ricas ciudades persas, o hacia la lejana Europa. La estepa se ponía en movimiento. Un círculo invadía a otro, se mezclaban los rebaños y se reunían los hombres. Los vencidos formaban la vanguardia de la horda. Esta seguía su avance; los rebaños se comían la hierba y los nómadas talaban los árboles para alimentar con sus ramas a las ovejas. Marchaban las tropas. Nubes de polvo se alzaban sobre ellas. Los guerreros rodeaban las ciudades, las tomaban por asalto y las convertían en cenizas. Pero a menudo, incluso entonces, los guerreros protegían las rutas de las caravanas y los mercaderes marchaban a través de estados en guerra.
En el siglo V pasaron por Europa los hunos. Su caudillo, Atila, conquistó todo el norte de Italia hasta el Po, y cuentan que fue tan grande el terror que causó, que las aves salvaban a sus crías llevándolas en sus picos hacia los pantanos salados del mar. En las orillas de aquel mar hervía sin cesar la blanca espuma y, al llegar al mar, los ríos dejaban lenguas de tierra. Las olas blancas y turbulentas del mar corrían al encuentro del agua dulce. El limo de los ríos se encontraba con la arena del mar, los bancos de limo y arena cerraban el paso a los ríos, y pequeñas islas y médanos rodeaban y atravesaban la laguna. Las gentes huían de los hunos y se dirigían a las islas, tras las lagunas, y allí fue donde los vénetos recibieron a los fugitivos. Los hunos no conquistaron las islas. Más tarde marchó sobre Venecia el ejército del emperador germano Carlomagno, pero los eslavos de la costa adriática derrotaron a sus tropas y las poblaciones de las lagunas de Venecia quedaron intactas. Los poblados crecían sobre los bancos de arena, que se unían mediante puentes.
En los primeros tiempos, las islas conservaron la antigua forma véneta de gobierno: los elegidos en cada barrio gobernaban la ciudad; las islas grandes se llamaban Mayores, las demás, Menores. La ciudad crecía, pero lo hacía sumida en la intranquilidad. No eran príncipes quienes la gobernaban, sino dux elegidos. De los primeros veintinueve dux, a cuatro les sacaron los ojos, otros cuatro marcharon al destierro, a tres los mataron, y cinco abandonaron el poder por propia voluntad. La intranquila ciudad prosperaba, se dedicaba al comercio de la sal. Con su sal los venecianos recorrían los mares y echaban en diversos puertos sus áncoras de dos puntas.
El mundo era grande y desconocido; los países estaban unidos por las rutas de las caravanas, pero las caravanas y el polvo ocultaban la lejanía. Venecia comerciaba con Grecia y rendía vasallaje a Bizancio. Había conquistado la costa dálmata; necesitaba sus robles para construir barcos y sus hombres para reclutar marineros entre ellos. Los barcos venecianos también llegaban a Egipto y hasta el gran mar cerrado al que llamaban Ruso o Negro. De allí se importaba trigo, pescado, cera, pieles finas, pieles de cordero y esclavos.
Venecia se buscó su propio santo y contrató a unos griegos para que construyeran el templo de San Marcos. Se estaba convirtiendo en una ciudad dedicada al transporte marítimo, ya que los venecianos se encargaban de transportar mercancías y se hacían cargo de los riesgos, cobrando por el flete el tres por ciento del valor de la carga. En las islas hicieron su aparición los artesanos, fundidores, tejedores de lana, joyeros, tintoreros, al tiempo que adquiría fama el vidrio veneciano.
Los vénetos del Adriático ya no hablaban en latín; en las islas se oía la lengua italiana. Vivían en casas de madera con techados de paja y listones, y las casas se levantaban sobre pilones. Entre ellas pasaban los canales. Entre las edificaciones quedaban unos pasajes estrechos por los que no podían pasar tres personas juntas, pero en algunos lugares estas callejuelas se ensanchaban y formaban descampados, donde pacían vacas y cabras. La plaza de San Marcos estaba cubierta de hierba y rodeada de árboles. Crecían en el lugar más de diez árboles y por eso la llamaban jardín.
Por la ciudad corrían sueltos unos cerdos, propiedad del monasterio de San Antonio. El cerdo no es animal que guste a musulmanes y judíos, que no comen su carne; y por este motivo los cerdos parecían pertenecer a la religión verdadera. Se cuenta que un hombre quiso matar a un cerdo de San Antonio, pero el cerdo se lanzó sobre él, le dio un mordisco y, librándose de su acoso, se marchó.
Así vivían los venecianos en aquella estrecha ciudad levantada sobre los bajíos de la gran isla. Viajaban lejos, pero poco contaban acerca de lo que veían. Los caminos eran secretos, pues conducían a la riqueza.