No pude conciliar el sueño esa noche. Desperté de madrugada a sabiendas que la pesadez que se encontraba en mis hombros, evitaría a toda costa que pudiera descansar, así que salí de la habitación, bajé las escaleras y me encomendé a la oscuridad, que me envolvía de una fría, pero consoladora forma.
Llegué a la sala y un pensamiento intrusivo fue creciendo más que los demás, me susurraba al oído algo que de día pude haber considerado una locura, pero que, refugiado en el silente momento, se volvía una idea maravillosa, única, liberadora; el murmullo tocaba la puerta, cada palabra me acariciaba suavemente el rostro, “quémalo todo”, “quémalo ya”. Así comencé aquella hoguera, rompiendo trozos de madera, aplicándolos, echándole hojas de libros de cocina, revistas de vanidad; vaciando algunos botes de alcohol para curaciones y lágrimas sin secar; avivando el fuego con aquellos recuerdos que me mantenían queriendo regresar.
Arrojarlo todo
Arrojar a la hoguera aquellas heridas por las que permanecemos sangrando; buscar lamentos profundos, sacarlos a la superficie para aventarlos dentro, al igual que los recibos de luz y las rentas pendientes; los pensamientos intrusivos, las deudas de honor, las crudas morales y aquellos remordimientos que nos carcomen hasta las entrañas; alimentar con esos lamentos la hoguera eterna del adiós, alimentarla con aquellos “hasta luego” que se volvieron pesadas esperas que nos duele seguir cargando.
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Alimentarla arrojando el desprecio y el miedo, comenzando por los más irracionales, dejando en la alacena aquellos que nos hayan comprobado ser sensatos; buscando que todo lo que no nos sirva se vuelva olvido, ansiando que el liberador presente nos tome con ternura, enseñándonos nuevamente a vivir.
Quemar los periódicos repletos de lamentables noticias, quemar incluso aquellas relaciones que no funcionaron y aquellas que padecieron muerte de cuna; arrojar las falsas promesas de cambio y lo que quede de aquellos enamoramientos líquidos. Conservar únicamente aquello que valga la pena, liberarnos de lo demás, para que las únicas cadenas que nos sostengan, sean las que aceptemos tener.
Dispuestos a olvidar
Leer a Amparo Dávila, ha sido un viaje, no sólo literario, sino vívido; cada representación encarna mucho del mundo onírico, una inmensidad de reflexiones desde el interior, que nos vuelven frágiles seres de cristal, refractando aquello que somos, enseñando aquello que tenemos por dentro. Ese poder tenía Amparo cuando creaba, escribiendo de lo que sea que quisiera escribir, en algunos momentos mostrándonos nuestro miedo a la verdad, otras, simplemente planteándonos un recorrido hacia aquel instante antes de morir; otras más, caminando ligeros o pesados, sobre el mundo de los sueños.
El caso de “El patio cuadrado”, es bastante especial; un relato que salta de un punto a otro, hasta que curiosamente nos presenta a una habitación con una mesa rectangular en el medio, un libro sobre el significado de los sueños y dos personas sentadas en dos de los tres lados de la mesa; una invitación a sentarse y una pregunta sobre un recurrente sueño, que no tenía una respuesta contundente; el miedo irracional a las mariposas negras y una hoguera que era encendida para quemarlo todo.
Claramente la persona que era protagonista, estaba habitando un sueño y se encontró a dos personajes que estaban quemando aquello que en su vida sobraba, aquello que ya no debía de estar ahí; limpiaban y le invitaban a deshacerse de lo que no tenía por qué seguir cargando. Esa analogía, no sólo es un recurso literario, sino que, poniéndole atención, habla de algo que muchas veces buscamos: olvidar.
¿Qué tan posible es olvidar?, en alguna parte de nuestra memoria habitan aquellos miedos profundos que tememos que salgan a la luz; aquellos deseos más salvajes que reprimimos para congeniar con la moral en turno; en algún punto en nuestro interior habitan en forma de bestias, los demonios de alcoba que encarnan dolores y deseos que no hemos podido cumplir, que murieron antes de nacer, dejando el remordimiento de lo que nunca será.
¿Qué estaríamos dispuestos a hacer con tal de olvidar? ¿seríamos capaces de iniciar una hoguera con tal de quemarlo todo? aunque hubiera el riesgo de perder el control y quemarnos hasta los cimientos ¿estaríamos dispuestos a alimentar la llama? Somos amantes de acumular cosas que ya no nos sirven, por la promesa que alguna vez hicimos de no olvidar o por si algún día las llegamos a necesitar.
Cuando echamos la vista atrás, nos percatamos de montañas gigantescas de recuerdos sin organizar, objetos materiales e inmateriales que no sabemos siquiera por qué están ahí, de algunos ni recordamos dónde los conseguimos; sólo están por la costumbre de tenerles cerca, ocupando un espacio útil para almacenar algo nuevo, algo que pudiera llegar.