BETTY EN NUEVA YORK

Betty en Nueva York

“Betty en Nueva York” es una especie de compendio fast food de la miseria humana legitimada. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Betty parece estar en el principio de sus 30s, vive con sus padres en un suburbio de Nueva York, su padre es contador retirado y su madre ama de casa. Es hija única, aunque tiene en Nicolás a un amigo, un casi hermano que pasa todo los días en la casa. Betty y Nicolás no tienen amigas/os, ni una vida social, al parecer, los padres tampoco, digamos que jamás vemos una escena en la que una amiga de doña Juli o don Deme toque a la puerta. Una familia cerrada en sí misma en la que solo caben las videollamadas de la abuela materna. Hasta que Betty entra a trabajar en una empresa de moda en Manhattan y conoce a un grupo de mujeres: las secretarias de la empresa que se hacen llamar “el pelotón”. El mundo se abre para Betty y con él la cantidad de maldades de las que puede ser víctima una “hija de familia” que se aventura hasta por allá, aún cuando cada noche regrese a la casa de sus papás.

Las tres cuartas partes de la serie nos explican que Betty es muy fea, usa unos lentes gigantescos que le cubren media cara, tiene un ligero bozo, se viste de manera más o menos inimaginable: faldas siempre largas con medias gruesas (aún en verano), botines como de Peter Pan, blusas abrochadas hasta el último botón con mangas largas. Nos muestran que Betty es parte de una familia “muy unida” y muy “decente” (¿asociaríamos la “decencia” con esas medias?) lo que se traduce en que nadie en esa casa pareciera tener derecho a su vida privada. Betty no cierra la puerta de su recámara y a sus padres jamás se les ocurriría tocar antes de entrar. Supongo que irrumpir en el espacio íntimo de una hija es lo que se entiende por legítima preocupación en una “familia que se ama”. 

El padre le reclama si se retrasa en la oficina, acecha su llegada por las ventanas lleno de angustia, se entromete en el trabajo de Betty, intenta controlar sus pasos. Le dice “la niña”. Es celoso. ¿Qué haría su criaturita en la vida sin él? La urgencia de don Deme por controlar debería –así se presenta-– casi enternecernos. Es prueba de que es un “buen padre”. Confieso que más que a los peores malvados de la serie, y miren que hay unos como el tal Daniel, que son malísimos, yo al que quise ahorcar fue a don Deme. Porque es el autoritario “bondadoso”. El supuesto “humilde”, engreidísimo. Por lo menos su perfecta esposa no es mandona. Mientras él vocifera, ella controla con su “femenina” suavidad. ¿No va así de la diferencia sexual? Que en un punto de particular desasosiego de Betty su madre se otorgue la libertad de leer el diario de su hija tampoco puede llamar a indignación alguna. Todo lo hace por su “bien”, porque es una madre “dedicada”. 

Nadie parece preguntarse por qué la señora no tiene amigas de su edad. ¿Por qué no van al cine? Una madre “como de antes” con un marido y una hija tan “como de antes” como ella. En el siglo XXI. Felizmente co-dependientes. Los niveles de discriminación que Betty soporta de manera cotidiana son extremos. Se deja abusar, insultar y humillar por ese mundo alrededor cuya frívola malignidad, y ese es el mensaje, es el lado opuesto de los “verdaderos valores” en los que ella creció. Para decirnos que lo que importa es quiénes son las personas y no qué poseen, colocan a la personaja en una especie de catatonia: muda, incapaz de defenderse, dispuesta a llegar a la peor ignominia con tal de no abrir la boca y seguir siendo “buena”. Betty pasó por una universidad en Estados Unidos con resultados académicos de excelencia, pero nunca escuchó hablar de derechos. Nunca. 

Trabaja en Manhattan pero no sabe que lo que vive se llama discriminación. ¡Es tan buena! ¡Es tan linda! ¡Le gustan tanto los peluches! “Betty en Nueva York” es una especie de compendio fast food de la miseria humana legitimada. Betty ha sufrido acoso y discriminación desde el kinder sin que nadie intervenga. Curiosamente. Pero no se preocupen queridas/os, el bien va a triunfar. La serie gira alrededor de tres familias: la familia amueganada de Betty que vive en los suburbios de la clase media, los millonarios Valencia y los también millonarios Mendoza que viven en Manhattan y tienen (por supuesto) una casa de descanso en los Hampton. Armando Mendoza como los tres hermanos Valencia, son socios de la empresa fundada por sus padres. Armando, elegido Director General de la empresa en sustitución de su padre es un supuesto “galanazo” que no da pie con bola, prometido en matrimonio con Marcela Valencia con la que creció y es como “una hija” para sus padres. Armando es de una tontería y una banalidad sublimes. También es “muy malo”. Pero ¿es tan “malo”? Porque, les cuento, después de planear con su amigo Ricardo –el único baboso peor que él sobre la faz de la tierra– enamorar a Betty para poder manipularla, termina perdidamente enamorado de ella.

Sí. Marcela su prometida, bella y perdida de amor por él, pero tan vanidosa y tan frívola, termina siendo descuidada por su adorado (por quién está dispuesta a hundirse en la peor indignidad y desdicha) y sufre horrores porque percibe que Armando anda distraído con “otra”. ¿Quién es “la otra”? Nadie sospecharía de Betty, no, ella es “demasiado fea”. Pero al Don Juan acostumbrado a las  mujeres más “sofisticadas” (en términos de maquillajes y vestidos) lo enamoraron “la inocencia” de Betty, su lealtad tan a prueba de balas que se desliza hacia el delito pero- todo-por-amor. Su desconocimiento –escandaloso– de las realidades de la vida más allá de la cocina de su casa. Lo anterior, que quede claro, son virtudes. Cualidades ignoradas en el mundo “corrompido” al que pertenece Armando. A Betty le da igual un antrazo que un restaurante agradable. No ve la diferencia. No se da cuenta de que Armando la esconde porque...  antes de caer fulminado por el infantilismo de Betty (acá tendríamos que conmovernos. Qué “sencilla” es Betty, qué linda), siente una honda vergüenza de que lo vean con ella. 

La supuesta fealdad de Betty y su “mal gusto” son un tema recurrente hasta la náusea. Ante tan feroz insistencia una se va imaginando que estamos ante el gusanito que se convertirá en una deslumbrante mariposa. Algo así. La venganza está por venir. Betty probará que si una se quita los lentotes, se maquilla mucho, se hace chongos cursis de salón de belleza, (¿porque de verdad ella se peinó ese chongo a las siete de la mañana?), y se compra “ropa de marca”, zaz, ya está: antes era feísima y ahora es La bella. ¿Ya les dije que pasan sus días en Manhattan y jamás van a un museo? A una librería. Qué se yo, algo que no sea andar desmecatados inmiscuyéndose en la vida de las/los otras/os. En ambos bandos, husmear la intimidad ajena es una especialidad incontrolable. Los hombres ricos y “poderosos” espían para obtener información que les permita manipular a las personas, enriquecerse más, lograr sus canallas y obtusos fines. Las mujeres ricas espían por desesperación: conseguir a un hombre y conservarlo a pesar de las lobas seductoras capaces de lo que sea por un chavo-ruco millonario.

Las del “pelotón” espían para saber de las vidas de los “poderosos” alrededor de las cuales giran, y para “vengarse” de las diferencias.También se espían entre ellas. Ninguna tiene la posibilidad de poner límites entre sus compañeras y su vida privada. Las amigas se quieren y –de la misma manera que la familia– como “se quieren”, están en todo el derecho de irrumpir en la intimidad de las otras. ¿Qué no es eso la solidaridad? ¿acaso la invasión no es sinónimo de amor y preocupación? De entre lo más chocante de “Betty en Nueva York” está esa naturalización del hábito de invadir la vida de otras/os. Ese derecho a interrogar y opinar como si la distancia de respeto entre una persona y otra resultara un abismo insoportable. No hay silencio posible. Entre todos los hombres de Nueva York, Betty se enamora justo del supuesto guapo codiciado, millonario y dueño de una empresa. Quién sabe por qué.  Eso sí: igual de hijito de mamá y papá que ella. Entre todas las mujeres, su amigo Nico se enamora de la rubia frívola y utilitarista que maneja un deportivo rojo y solo piensa en vestidos. ¿No es rarísimo? No por intereses económicos, nos lo dejan clarísimo, sino porque ambos, tan discriminados y aislados por los prejuicios sociales eligen justo al estereotipo de ese planeta que los rechaza. Justo a los representantes de un mundo al que juran no querer pertenecer, porque ellos son muy distintos. Le digo: es rarísimo.