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¿Por qué tanto odio?

El discurso de odio se afianza porque muchos caen con facilidad en las trampas de quienes lo propagan. | José Antonio Sosa Plata

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La violencia verbal sigue ganando terreno en los procesos de comunicación política. El fenómeno no parece distinguir países, ideologías, regímenes o partidos políticos. En la mayoría de los casos se recurre a la generación de emociones negativas, como el odio y el desprecio, porque logran influir con eficacia en las y los ciudadanos al ser capaces de modificar sus opiniones y actitudes.

El discurso de odio está asociado casi siempre con el desprecio. Pero si se le analiza como un recurso retórico, desafortunadamente no razona, no sustenta sus argumentos con evidencias, no se basa en la verdad y, por lo tanto, no es el más conveniente para debatir. La manipulación, la descalificación, la discriminación, la xenofobia, la injuria, el improperio, la exclusión y el uso de estereotipos son parte sustantiva de su esencia.

Propagar el odio o el desprecio para estigmatizar al adversario es —debería ser— incompatible con la democracia. Sin embargo, en el escenario de polarización que tenemos en nuestro país desde hace varios años se ha convertido en una práctica cotidiana que no es normal. La vemos todos los días. Muchos la aceptan. Se presenta a diario en las redes sociales. Y algunos medios de comunicación la promueven, porque se ha convertido en un producto que se vende con cierta facilidad.

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El discurso de odio debe ser visto como un arma. También como una agresión injustificada. Por un lado, porque va en contra de los derechos humanos. Por el otro, porque pone en riesgo la gobernabilidad y el mantenimiento de la paz. Al atentar contra la dignidad de las personas —sin importar si son adversarios o enemigos— hoy resulta inaceptable que se recurra a esta acción comunicativa desde distintos espacios de poder institucional.

El paradigma a construir tiene que ser otro. Las autoridades, dirigentes partidistas y líderes de opinión no solo deben apegarse a la ley, sino a las recomendaciones de los organismos internacionales. También a los valores y principios éticos para que se pongan límites. Más aún si se consideran los efectos perniciosos que tiene el discurso de odio, por ejemplo, en la lucha por la equidad de género, en  los equilibrios que deben existir entre los poderes institucionales, y en el respeto a la libertad de expresión y a los mecanismos de protección y apoyo a los grupos más vulnerables de la sociedad.

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Es cierto que el discurso que se apega a los valores de la democracia moderna debe estar soportado por conceptos fundamentales como el respeto, la tolerancia, la equidad, la inclusión y la justicia. Sin embargo, muchos comunicadores no los encuentran atractivos porque no son noticiosos. Lo que no ven algunos de los personajes políticos es que el conflicto, sin odio y sin desprecio, cuenta con una fuente inagotable de posibilidades legítimas y apegadas a la ley en la lucha por el poder.

¿Se puede expresar odio a algo o a alguien frente a la opinión pública sin causar algún daño o reacción adversa? ¿Es posible hacer un desprecio público sin que se dañe la imagen de quien lo hace? ¿Recurrir al discurso de odio se justifica por el derecho a la libertad de expresión que tenemos todas y todos? ¿Es legítimo abusar del poder que otorgan las instituciones para someter a los adversarios?

Consulta: Rubén Marciel Pariente. "Populismo y discursos del odio: un matrimonio evitable (en teoría)". España: Isegoría, número 67, julio-diciembre 2022.

Ante la expansión del populismo, el discurso de odio se utiliza todos los días desde diversos frentes, no sólo desde el gobierno. La razón es obvia. Resulta fácil caer en la provocación o encasillarse de manera impensada en el “ojo por ojo, diente por diente”. Su práctica constante no solo lleva a que se improvise con irresponsabilidad, sino a que se planee cuidadosamente para cumplir con objetivos políticos precisos.

Aún más: el discurso de odio tiene la capacidad de derivar en violencia física, ya sea interpersonal o colectiva. De ahí el cuidado que deben tener los líderes y lideresas no sólo para evitarlo, sino para combatirlo. Primero, porque además de atentar contra los derechos humanos, el desprecio y la humillación terminan revirtiéndose en contra de los emisores. Segundo, porque siempre serán mayores los daños que provoca a la sociedad que los aparentes beneficios que les proporciona. Y tercero, porque es totalmente ajeno a los principios de libertad y pluralidad de un gobierno democrático.

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Por otra parte, resulta fácil comprender por qué los mensajes de odio y desprecio están en un sorprendente e inaceptable proceso de expansión. Se recurre a este tipo de mensajes porque la comunicación política atraviesa por uno de sus momentos más complejos y difíciles. Los gobiernos populistas y la polarización que generan obligan a un cambio en las tácticas y estrategias que funcionaron en las décadas pasadas. Pero no todos acaban de entender el nuevo paradigma.

De lo que no hay duda es que el discurso de odio, en política, siempre va acompañado de una intencionalidad que debemos aprender a descubrir, si es que no queremos caer en las trampas de los emisores. Podemos estar seguros que el discurso de odio se puede contrarrestar. Hay distintas formas, técnicas y procedimientos. Existen, además, herramientas de comunicación modernas para evitar sus efectos más nocivos.

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Para enfrentarlo, tengamos claro que los recursos que utiliza son diversos: falsos argumentos, prejuicios, símbolos, conductas, señales, elementos audiovisuales basados en estereotipos y el lenguaje no verbal, entre otros. Por lo tanto, no solo debemos concentrarnos en lo que se dice, porque muchas veces se enmascara y hasta puede ser persuasivo. Es preciso interpretar las señales que nos dan los subtextos y contextos que acompañan al mensaje.

En otras palabras, los políticos, medios de comunicación y consultores que no comprenden la lógica con la que se conciben y difunden dichos mensajes, se enganchan en el círculo vicioso que activa el discurso de odio. Son reactivos. Piensan que no pueden evadir el supuesto debate al que los están llevando. Se subordinan a la agenda de quien se las impone. No saben manejar con eficacia el silencio. Mucho menos han aprendido a desviar la atención pública hacia otros temas.

Recomendación editorial: Francisco Valiente Martínez. La democracia y el discurso del odio. Madrid, España: Editorial Dykinson, 2020.