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Salvando al Godín de la renuncia que se sintió como despido

Cuando un Godín renuncia, esa acción normalmente viene acompañada de una gran variedad de sentimientos, en el caso de Joanna estuvo acompañada de desconcierto. | Aniela Cordero

Escrito en OPINIÓN el

Cuando un Godín renuncia, esa acción normalmente viene acompañada de una gran variedad de sentimientos que pueden ir desde alivio, tristeza, rabia, frustración e inclusive indiferencia dependiendo de las circunstancias que hayan llevado a esa decisión. 

En el caso de Joanna, su renuncia estuvo acompañada de desconcierto. Llevaba trabajando dos años en una empresa de servicios. Empezó como becaria antes de salir de la universidad, y una vez graduada, le ofrecieron una posición de tiempo completo. El sueldo era bueno considerando que estaba empezando su carrera profesional y las prestaciones tampoco estaban nada mal. Se imaginaba aprendiendo, brillando y rompiendo el techo de cristal de la compañía. Pero no fue ni remotamente parecido. Si bien los meses como becaria no auguraban un futuro brillante en la empresa, Joanna lo achacaba a que todos los becarios empiezan haciendo tareas aburridas y con poca trascendencia, y que su caso no iba a ser diferente, pero una vez que lograra trabajar de tiempo completo, el panorama sería diferente. Y lo fue, en cierto sentido. 

Las tareas eran las mismas, con la única diferencia que ahora tenía 8 horas para hacerlas, en lugar de 5. Fuera de eso y de la paga, era una becaria glorificada. Y así pasaron semanas y meses, hasta cumplir dos años en la misma compañía, en la misma posición, con las mismas tareas rutinarias. 

Joanna sabía que debía de haber más. Trataba de leer, estudiar, mantenerse ocupada pero el desánimo iba haciendo mella en ella, no veía hacia dónde podía crecer o qué más podía hacer para no estancarse donde estaba. Un día habló con su jefe, de compas, para saber qué podía esperar de su carrera, de su crecimiento y de cómo se vería su futuro. Y pues nada. Así, nada. No había crecimiento, la siguiente posición era la de su jefe, que había estado ahí los últimos 15 años. No había futuro, porque la compañía estaba cerrando operaciones en lugar de abrirlas. Y algo había que hacer. 

Inocentemente, Joanna le dijo que aunque estaba a gusto en la compañía, quería seguir creciendo, aprendiendo y desarrollando habilidades que le permitieran tener mejores puestos y retarse a sí misma. Así que acordaron que ella empezaría a buscar chamba, él le daría chance de ir a las entrevistas, y en cuanto encontrara un nuevo trabajo, empezaría a entregar su posición. De modo que empezaron las entrevistas, los nervios, la esperanza, hasta que en una de esas entrevistas se quedó. Y ahí fue donde la puerca torció el rabo. 

En cuanto Joanna le dijo a su jefe que ya tenía una nueva oportunidad, empezaron los cambios. Primero, cambió la actitud. Sin ser grosero, pero dándose a notar, se acabaron los saludos, el interés por saber cómo iba el día  la familia, si ya había almorzado y demás. La comunicación se volvió estrictamente laboral y solo lo indispensable. Las llaves y accesos al archivo, también se terminaron con una mentira. El jefe, en lugar de pedirle las llaves de frente, le dijo a Joanna que la chica de nóminas había perdido las suyas y que necesitaba su juego de llaves para sacar un duplicado. Obviamente ese duplicado jamás llegó, y durante las tres semanas que Joanna estuvo entregando el puesto, el jefe no dejaba que se acercara al archivo, si no que él iba por cualquier documento que necesitara, no sin antes hacerla pasar por un interrogatorio exhaustivo de por qué estaba pidiendo los documentos. 

Se iba poniendo cada vez más estricto e intolerante con nimiedades. Que si llegaba junto con todos los demás, malo, porque se ponía a platicar y perdía el tiempo. Que si llegaba sola, malo, porque no había nadie que viera que no hiciera uso indebido de la información o las instalaciones. Que si traía comida a la oficina, malo, porque apestaba la cocina y el microondas solo se podía utilizar durante un minuto y no dos, como ella lo ocupaba. Y así se iba llenando el costal de piedritas. Y así iba también creciendo el desconcierto de Joanna, pues quien un día dio la impresión de ser un jefe imparcial, que la apoyaba y entendía, se había convertido en un tirano. 

Aprovechando la poca experiencia de Joanna, la tenía amenazada con que si no entregaba bien su posición, no iba a dar buenas referencias de ella, y que incluso la iba a boletinar para que nadie la contrara en un futuro. Le pidió entregar tres veces su posición con actividades de becaria a tres personas diferentes de la compañía hasta que se sintió satisfecho, hizo una lista de entregables de tres hojas que incluía las grapas que no se ocuparon, las plumas, lápices, borradores y post its que había ocupado en los dos años con la compañía y de lo que había sobrado para asegurarse que no faltara nada ni se hubiera robado la basurita de las gomas. 

Esas tres semanas antes de empezar un nuevo trabajo se sintieron como tres años. Hasta que llegó el último día de Joanna en la compañía, y la recibieron con un policía en la puerta como si fuera una delincuente. La acompaño hasta su escritorio para vigilar que se llevara solo lo indispensable, y los objetos personales que también se estaba llevando de regreso a casa, tenían que aprobar el interrogatorio del policía y de su jefe, de manera que al final de la mañana, tenía sus cosas en bolsas de basura, y un sentimiento de desazón, culpa y confusión.