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¿Sabotear o provocar?

La provocación verbal puede ser un arma legítima y poderosa del discurso político. | José Antonio Sosa Plata

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Si los presuntos “incidentes atípicos” ocurridos recientemente en el Metro son sabotajes, estamos frente a una de las señales más preocupantes de la lucha por la Presidencia de la República. Aunque la gravedad de lo que está sucediendo amerita una profunda investigación por parte de las autoridades, también se requiere una revisión de las acciones y estrategias de comunicación de los personajes y grupos involucrados en el tema.

Es evidente que la comunicación política de los últimos años está tomando caminos de alto riesgo y hasta peligrosos. También que la población no tiene porqué pagar las consecuencias de los choques entre los grupos de poder.  En un país democrático, no debería haber daños colaterales, mucho menos como resultado de acciones que tienen toda la posibilidad de ser sustituidas por estrategias basadas en el debate y la persuasión.

Con base en lo dicho por el presidente Andrés Manuel López Obrador, parecería que los presuntos sabotajes pretenden dañar o descarrilar las aspiraciones de la Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum. De resultar cierta la presunción, lo que más conviene es que se presenten pronto las evidencias. En caso de que las causas sean otras, ya se tendrían que estar buscando otras narrativas y mecanismos de comunicación.

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La guerra sucia y las campañas negras siguen subiendo de tono. Hace algunos meses, fueron los audios y videoescándalos. La violencia verbal tampoco ha cesado. Y según las especulaciones, ahora estamos frente a sabotajes realizados —no se sabe por quiénes— en contra de instalaciones estratégicas de la ciudad. Sea cual sea su origen, están causando miedo, dolor y muerte. Además, si se comprueban, son delitos que merecen ser castigados.

Por tal motivo, el arribo de la Guardia Nacional a las instalaciones del Metro no solo debe ser interpretado como una acción preventiva para reforzar la seguridad de las y los usuarios del sistema de transporte colectivo. Se trata, sin duda, de una táctica de comunicación política que no pasará desapercibida para la población. Pero aunque algunos pongan en duda su legitimidad, lo cierto es que el presidente y la Jefe de Gobierno tienen toda la autoridad para proceder de esta manera.

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No obstante, cuando se busca una reacción del adversario existen otras opciones. La provocación es una de ellas. Provocar puede ser un recurso útil y hasta conveniente del discurso político. Sobresalen varias razones: facilita la creación de noticias, llama la atención de la ciudadanía y también promueve el diálogo civilizado y el debate. Lo que no se debe olvidar es que, para que cumpla con eficacia su cometido, es necesario establecer límites y utilizar argumentos sólidos.

En la historia de la humanidad ha habido muchos líderes que han hecho de la provocación una forma de gobernar. Sobresalen los dictadores y populistas. Lo malo, es que algunos se han ido a extremos sumamente cuestionables, causando división y encono. Otros, lo han utilizado como un recurso para polarizar o victimizarse. Lo que el buen líder no debe olvidar es que la provocación no tiene porqué ser el eje de la estrategia. Es solo un recurso.

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La comunicación tiene en los nuevos medios a aliados muy poderosos. Lo malo es que varias instituciones y líderes parecen no entenderlo. Recurrir a métodos violentos para vencer al adversario tendría que ser una práctica erradicada de nuestro sistema político. Por desgracia, la polarización mal encauzada es un catalizador de las violencias y éstas se incrementan cuando surge la desesperación por no encontrar los caminos más adecuados para recuperar el poder perdido.

En el escenario actual, es factible sustituir la provocación argumental por la violencia verbal. Vista así, la provocación se puede considerar como uno de los preámbulos del debate. Para que la técnica sea efectiva, solo hay que contrastar datos, ideas, posturas y hechos sin faltar al respeto ni afectar a terceros. Llevar al otro para demostrar quién es mejor, quién tiene la razón o quién tiene mayores cualidades para gobernar.

Los desafíos al adversario también suelen ser atractivos. Ciertamente hay riesgos de crear nuevos conflictos o de catalizarlos. Sin embargo, para provocar no es necesario ofender o descalificar. Mucho menos sacar ventaja del dolor humano. Las acciones brutales como los atentados y sabotajes son actos salvajes que no deberían tener cabida en la democracia moderna.

Micheal Ignatieff. El mal menor: Ética política en una era de terror. España: Editorial Taurus, 2018.