EL BAILE EN EL SALÓN LOS ÁNGELES

Salón Los Ángeles

El salón Los Ángeles es un colectivo de iluminados. Una cofradía de personas con pies de peces. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

María, la hija de una de mis amigas más queridas cumplió 40 años. Los celebró en el salón Los Ángeles con tacos deliciosos y orquestas. Un fiestón memorable. Pues allá vamos: "Quien no conoce el salón Los Ángeles no conoce México", está escrito en un letrero en la entrada como si fuera sitio arqueológico. Es, sin lugar a dudas, un espacio histórico que guarda una parte importante de la memoria de los apasionados del baile. Los fervientes. Los de a de veras. Ante esa pista se evidencia que no es lo mismo bailar a veces, que la pasión por el baile. La necesidad, la urgencia del baile. Ese "algo" que atrapa el cuerpo y lo transforma. Una suerte de estado de trance. En toda pista hay con frecuencia una pareja, dos o tres que se deslizan con la gracia de los iluminados, pero el salón Los Ángeles es un colectivo de iluminados. Una cofradía de personas con pies de peces.

Mi cultura de salón de baile es nula, casi podría reducirla a "Danzón" la película de María Novaro. Hipnótico internarse de golpe en esa pasión, sus cercanías y sus distancias. El lenguaje de los cuerpos. Sus códigos. La ligera inclinación de los hombres cuando extienden la mano para invitar a una mujer a tomar la pista. Si hay un hombre cercano a ella, el bailador le dirige un gesto breve, como quien dijera con el cuerpo: "con tu venia". Ella se levanta casi de inmediato. Está muy claro: quien está allí es porque quiere bailar. No se trata sino de bailar. La cantidad de pasos, giros, músculos que se mueven en un ritmo impecable. La meticulosa puesta en escena de "lo femenino" y "lo masculino", el juego de quién lleva y quién es llevada. Y lo más misterioso: ¿cómo dos desconocides pueden coordinarse, acoplarse con un entendimiento y una soltura que una podría suponer que, para lograrse, toma años? 

En algún momento se separan, el "caballero" acompaña a la "damita" a su mesa. Están contentas/os. Después de un descanso brevísimo, la ceremonia recomienza. Una mujer y un hombre que nunca se han visto (la invitación toma segundos) avanzan hacia la pista con la certeza de que esa pareja efímera y poderosa no va a ser un desastre. No vi desastres. Los "habituales" son incansables, los que van en grupos mixtos, o grupos de mujeres y de hombres que se citan el fin de semana sin citarse. Las orquestas cambian. La singularidad de la vestimenta de los "habituales": el ritual comenzó en la casa, frente al espejo. Salir a las tiendas imaginando ese atuendo especial para trasladarse a un mundo otro. El sombrero, las zapatillas de tacón, el vestido entallado. Los zapatos masculinos de colores inusuales. Sí, un mundo que se escapa de la cotidianidad y del mundo. 

Soy la suegra tabasqueña de una nuera finlandesa, contra todo estereotipo, la hija del cumbianchero sureste mexicano, a quien bailar nunca se le dio fuera de los festivales de la escuela, admira la escena catatónica en su silla, mientras la nuera llegada de las nieves se prepara. "Me gusta mucho bailar" me había dicho con lo que después entendí que era un tono de notable modestia. La miro retirarse los zapatos con los que llegó y ¡Oh, ignorante de mí! Supuse que se iba a poner unos tenis. Pido disculpas por mi desvarío, mi ignorancia, mi total falta de glamour. De su bolsa extrae unas zapatillas preciosas de tacón aguja altísimos. Peligrosos, me digo. Observo que así va con las bailarinas que ya están en la pista. Me explica que los aguja tan altos le permiten girar con mayor soltura. Cómo se apoya el empeine, cómo se apoya el talón. 

Baila con su novio y después responde amable y sonriente a las invitaciones de nuestros contertulios. Sabe bailar salsas, chá chá chá, cumbias. Conoce todos los códigos y se desliza sobre sus tacones peligrosos, como si trajera en la sangre los trópicos. Estereotipos, que les digo. Esa fascinación sin fronteras por el baile. Esas salsas que viajan. Recuerdo que en la película "Danzón" me conmovió la eficacia de esa comunicación pública sin palabras entre dos personas que solo se encontraban para bailar una vez por semana. Sin más curiosidades ni preguntas. Sin apellidos y sin direcciones. Escribí "solo" y me doy cuenta que para hacerlo, se necesita no ser parte de la cofradía de los apasionados del baile. Estar observando el milagro desde afuera. Ellas/os no se ponen de acuerdo en nada y sin embargo, a pesar de la cantidad de giros y malabares, los pies no se enredan entre sí, los cuerpos no chocan. Nadie se cae. Por unos minutos ambos constituyen una especie de armoniosa totalidad. 

Claro que he visto personas bailando cientos de veces en cantidad de escenarios, pero un salón de baile es otra cosa. Una ceremonia antigua. Con su elegancia y sus reglas. A los bailarines no les da por reírse a carcajadas como en otras escenas de baile. Nadie pone cara de "miren lo bien que me la estoy pasando". Rostros muy concentrados. Prohibida la casi profana irrupción de la palabra. Cada pareja es una conversación hecha de ritmo y cuerpo. La más de las veces sin pasado y sin futuro en común. Para mí el misterio se ahonda: ¿qué fuerzas interiores desatan la intensidad de estos encuentros? Se conocen, se acoplan al detalle y después se separan. La totalidad imaginaria se desmorona. Se atan y se desatan. Se entienden y se desentienden. Una burbujita de fugaz intimidad. La música se detiene. Se alejan la una del otro y el otro de la una. ¿Cómo pueden? Me pregunto. ¿Cómo pueden? Así cada vez. Al parecer, sin nostalgia.