LAS BELLEZAS DE CHIAPAS

Chiapas, el amor infinito

Vivo permanentemente enamorado de Chiapas y me ha tocado vivirlo con intensidad en sus venas, en sus calles, su gente. | José Luis Castillejos

Escrito en OPINIÓN el

Chiapas, que este 14 de septiembre cumple 198 años de anexión a México, no hay duda, tiene nombre de mujer. 

Lo sé… Lo siento. Enamora, enerva los sentidos, me lleva por sus brazos y se deja amar en un eterno beso.

Sus caderas son esmeraldinas montañas, ríos recios, caudalosos, profundas cañadas, amanecer fragante, sol tendido en el valle, en las calles, en los manglares, en cafetales armoniosos de rojas cerezas. 

Chiapas, que en 1824 formalizó su deseo de anexarse a México como estado federal, es cientos de iglesias con alegres y tristes campanarios. 

Los ojos de quienes la ven y recorren se llenan con el verdor de sus montañas y suspira uno en la profundidad de su selva, el manto verde-amarillo de sus zacatonales donde se alimenta el ganado, las flores del cafeto, sus frondosos árboles de primavera y los cocotales y marañonales la hacen única. 

Sus pueblos y casas ancladas en los cerros hacen amarla. Revivir y volver a vivir cada instante aspirando el café, comiendo un tamal de elote o chipilín o degustando un pozol o un posh. 

Pero Chiapas es más que montañas, más que serpenteantes carreteras, es espacio de risa y también de tristezas, brisa, oasis, pinabetos, áureos cerros de pasto verde en la lluvia y amarillo oro en temporada se seca que parecen incendiarse cuando el sol raya el cenit. 

Estuve en Ocosingo y Yajalón. Antes en la Sierra Madre, en Siltepec, El Porvenir y la Grandeza; en el macizo de este Chiapas profundo y nuestro y quedé absorto.

Chiapas siempre te enamora. Te convence la mirada de sus mujeres, el abrazo cálido de un niño, el regazo de una madre, el apretón de manos de un padre. 

En los telares se resume la pasión y sentimiento de un estado que espera desde hace siglos el tañer de las campanas y un nuevo tiempo. 

Me he enamorado profundamente de Chiapas como el amor de mis primeros días. He recorrido sus venas en las calles de Comitán. Observé la mejor sonrisa en Amatenango de la Frontera, probé un exquisito pozol en Tuxtla Gutiérrez y en Chiapas de Corzo.

Degusté un tequila en Teopisca, una rica carne asada en Sunuapa, extraordinarios cafés en Tapachula, San Fernando y Unión Juárez, los ricos panes de San Cristóbal, San Fernando, Coita o Tuxtla Chico y observé las fumarolas de los campos petroleros en Reforma

He probado sus sabores en cada café de todos los pueblos. Lo sé: transpiro café y frenesí. 

He tenido la fortuna, como pocos, de sentir el olor del viento y el frescor de la mañana en la Trinitaria. Besé una mirada en Amatenango de la Frontera y al bajar la sierra, dando vuelta a la curva principal de Motozintla, observé la creación divina de un pueblo tendido entre montañas, en el cauce de la grandiosidad del monte, del macizo chiapaneco.

Entre más fijo la mirada en los verdes pinos me convenzo que este estado es un regalo de la naturaleza. Es placentero recorrerlo, bajar los cerros, tocar las nubes, llenarse de Chiapas, aspirar las palabras y grabarlas para siempre. 

Cuando estoy en la costa chiapaneca gozo como nunca su rico calor, un coco fresco y, más tarde, una michelada con camarones “ahogados” en jugo de limón y jugosas conchas negras en mis refugios predilectos: La Barra de San José, Chocohuital, el mar de Tonalá y Arriaga o en Pampa Honda, abajo de Mapastepec.

En estos recorridos por Chiapas hallé la mano amiga, la sonrisa fraterna y el abrazo cálido en Comitán, una de las ciudades más limpias del sureste mexicano, orgullosamente mexicana. Vi sus casas y sus tejados, observe el caminar calmo de sus mujeres, el garbo de los ancianos, bien vestidos, mejor plantados.

Me convencí de la querencia que tiene su gente por sus espacios y fue placentero escuchar a los jóvenes, levitar en el deseo de conquistar el mundo y tocar el éxito. 

Aquí en esta tierra me reencontré en el aula universitaria y desde la cátedra supe que en todas las partes del mundo se hace patria, se aprende… se enseña. Sea en Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Panamá, Costa Rica, Perú, Bolivia, en Latinoamérica entera.

En todas partes se llena uno a diario del deseo de vivir más y más, con la intensidad que sólo tiene la gente bien nacida, apasionada. Y escuché la guitarra en voz de jóvenes cantantes que narraban su buena experiencia de conquistar, con la voz y el oído, la risa fresca.

Ha sido placentero acariciar con la mirada esta tierra y desnudar la nostalgia, atragantándome la emoción. Hay días en que extraño a Rosario Castellanos, a Jaime Sabines, a Neftalí Reyes Basoalto, escondido en Pablo Neruda. Los busco y los encuentro en mi biblioteca y charlamos a través de los libros. Les digo que ojalá nunca se hubieran ido.

Recorrí hace algunos años la sierra, sobre destartalados autobuses, y fui mordido por el frío, allá en Siltepec, sin la cobija que da la experiencia. Tirité como nunca y me dolió -desde mi percepción de cronista- la tristeza de su gente al ver cómo los araña la pobreza.

Sonreí y puse la mirada en el cruce de la carretera que va a El Porvenir, a Jaltenango con sus murallas verdes, sus cerros preñados de cariño, llenos de caballos y me convencí de que este es el Chiapas que escogí para vivir-morir.

En un recorrido por la sierra vi grandes chilacayotes y jóvenes diciendo adiós a un desconocido que iba en un raudo vehículo, volando a la costa en busca de otros horizontes.

Creí haberlo visto todo pero en Amatenango de la Frontera, un pueblo de la sierra de Chiapas, fundado a mediados del siglo XVII, observé la mejor sonrisa que he visto en el mundo. Una joven señora se asomó por un balcón de una casa colgada en el cerro. Suspiró y exhaló una sonrisa mientras sus ojos paseaban por el horizonte. Fue una brisa fresca, un regalo del cielo en un pueblo bañado por las nubes. Su suspiro-sonrisa fue un beso al aire, a la nostalgia, a una tarde que se iba y una noche que llegaba mientras yo bajaba de la sierra. Los hijos de esa bella y joven señora la tenían agarrada de la falda y ella se aferraba al balcón de su casa.

Vivo permanentemente enamorado de Chiapas y me ha tocado vivirlo con intensidad en sus venas, en sus calles, su gente, los enigmáticos rostros, los pasitos acelerados de sus indígenas.

Y cómo no amar a Chiapas si supe al conocerla que Dios es majestuoso y tiene ojos de montaña, de río caudaloso, de Iglesia con olor a pino, de mujer indígena, de niño corriendo calle abajo, y supe también que los cohetes son la algarabía del cielo mientras tú recorres calles y avenidas.

La mujer que amo tiene ojos verdes. Se llama Chiapas y puede variar su nombre por el que llevan sus mujeres, a las que me gustaría regalarles un rosario de estrellas, del polvo mágico del tiempo.

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