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OPINIÓN

Mónica Lavín “Últimos días de mis padres”

"Últimos días de mis padres" es el testimonio de un duelo repleto de vida. De una pérdida cosida a la piel por el amor y el acompañamiento. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

"Mis padres murieron en primavera", escribe Mónica Lavín.  Cortemos la frase: "Mis padres murieron". La vida continúa en los espacios sin elles. ¿Qué sería la orfandad sino la desaparición del mundo hasta ese momento conocido? Mónica y su escritura tan honesta y tan valiente. Decir lo que suponemos indecible. Enfrentar sin evitación lo inevitable, entendiendo que cada testimonio guarda siempre sus parcelas de no dicho. Sus negociaciones interiores. Sus cuidados y sus pudores con nuestros muertos y con nuestros vivos. "En realidad siempre he huido de los problemas de los demás, de los míos también. Soy una escapista", nos dice. En la medida en que avanzo en la lectura me cuesta creerlo. ¿Escapista quien así escribe? Quizá lo fue antes, no lo sé. Pero una la lee y tiene para largas noches de dormir pésimo porque justo nos conduce a la pregunta: ¿la escapista soy yo? Ella se atreve a decirlo y una no. 

Para escribirlo hay que transitarlo. Sumergirse. ¿Y si el pasado nos jala de tal manera que ya no podamos saltar/deslizarnos hacia afuera? Mónica no es responsable de cómo su dolor desata el nuestro, pero digamos que si con respecto a la pérdida del padre y/o de la madre nuestra urgencia es sostenernos en la negación: mejor abstenerse de leerla. No da tregua. Intentar aprehender una vida. Dos vidas. Las vidas que integran una familia. Tener el coraje de narrar una historia que es suya pero que no es solo suya. He allí el comienzo de la dificultad. Otorgarse el derecho a mirar hacia atrás y asumir con humildad: ésta es mi mirada, mi percepción, la huella y la ausencia que me dejan. Ésta es mi manera de habitar el mundo sin elles y tengo el derecho a escribirla. Para que no se vayan de más. Su introspección nos plantea una pregunta honda: ¿Qué duele más? Decir o callar. 

¿Se escribe un libro con estos contenidos porque una "quiere" o porque no le queda de otra? ¿Qué es más insoportable? ¿Cargar a solas con la dicha, con el desencuentro, con la sonda, con el abrazo, con la quimio, con el viaje juntes, con el sufrimiento o colocarlo en un cofrecito abierto hacia esos otres que nunca ha visto y que la leemos? La memoria del vínculo que, con dos breves intervalos, uno mucho más complejo que el otro, unió a sus padres durante todas sus vidas: "Porque por más averías que hubo en la relación, intermitencias dolorosas, mis padres siempre eran esa pareja bailando tango con garbo. Yira, Yira. Una unidad: un jarrito rajado que con un buen cemento seguía de pie". ¿Qué relación amorosa que permanece en el tiempo no es un "jarrito rajado"? Quizá depende de la calidad del "cemento", de la voluntad y del cómo amasarlo.

"He perdido un oficio, he perdido un lugar. El único donde se me amaba conociéndome, aconsejándome, a veces lastimándome, espejos al fin, prolongaciones de lo que ellos han querido o no han querido que sea. Acompañantes". El "oficio de ser hija", escribe. Un "oficio" en su caso compartido: "Quiero rescatar del desagüe la manera en que los hijos competimos por su amor aun a su muerte". Compartido y con sus inevitables objetos de litigio, con sus paulatinos acomodos quizá nunca resueltos del todo: "Ser hijo es también una demanda por la mirada única de los padres hacia nosotros, por la exclusividad. Después descubrí que cada uno de los hermanos tenía su propio padre y madre para sí". Los ideales familiares y las realidades. La convocatoria hacia una unión que construye a pesar de los desacuerdos, de los celos, de las distancias. Una familia como un "jarrito rajado" que, en los casos más afortunados logra repararse cada vez. Reparar. Resarcir. Esas serían -tal vez- palabras clave.

"Una familia implica un espacio compartido, un 'hacer piña', como mi padre decía cuando la unión y el respaldo de unos a otros era un llamado para salir de algún atolladero, para lograr algo. No sé de quién aprendió mi padre esa expresión, pero cada vez decía con más frecuencia aquello de hacer piña cuando era necesario cerrar filas: apoyar económicamente a quien le hiciera falta, pensar qué tenía uno que le faltaba al otro, hacer un viaje en familia como en los últimos años y subsanar las posibilidades de estar juntos, tú pones esto y yo pongo esto". ¿Quién era ese hombre que es el padre? Ese niño al que a los dos años le asesinaron a su propio padre y a quien tanto tiempo le prometieron que iba a regresar. Separar al padre del hombre. Hasta donde se pueda. 

"Mi padre quería ser escritor". Y le pide a su hija: "Lee este poema mío. Contesté un no tajante que acuchilló el aire y seguramente su corazón. No quería ver sus pedazos de hombre apasionado por otra mujer: pensé los versos como un pasadizo a su intimidad". La intimidad del hombre. Mónica tiene frente a sí la computadora que fue de su padre. No la ha abierto. No ha leído. No sabe si quiere saber. Con esa misma escritura que trabajaba a solas, en su silencio, el padre escribió un poema para su hija. "La impuntual. Un poema de un padre que conoce y comprende a su hija, que cobija mi corazón". La bienaventuranza de un padre interlocutor y cómplice. Después, la ausencia irremediable de un compañero de ruta. La nostalgia por las terrazas de reunión en los mediodías de domingo cuando todo parecía en su sitio, cuando la salud parecía un don inagotable. Los viajes. Las palabras de amor entre el padre y la madre que viven y trabajan juntos. "Ellos me habían enseñado el amor y el desamor, o el amor a pesar del desamor, o el amor después del desamor".

¿Quién fue esa mujer que es la madre? La de los talentos pudorosamente velados. La que trabajaba, pero no recibía un salario. La mujer elegante de cuello largo como actriz "de una película francesa en blanco y negro". La que guardaba protegidas por láminas de plástico las cartas de su madre ya muerta. Las leyeron juntas. En un pacto entrañable. Tres generaciones de mujeres: "Para aquellas lecturas buscábamos algún café cerca de la casa donde mis padres vivían para que pudiéramos estar en paz, y mientras yo le leía en voz alta, ella preguntaba y comentaba. Yo grababa. Habíamos descubierto que Sanborns... era el mejor lugar a media mañana porque no había música ambiental ni televisores encendidos. Cargábamos la carpeta... El abuelo no mandaba dinero ni los boletos para salir en barco y mi abuela estaba sola con sus pequeños. Llorábamos contagiadas de su desesperación, a veces nos sonreíamos y mamá se sorprendía mucho de cómo había sido esa vida que las cartas retenían, esa vida que se seguía contando en ausencia de mi abuela".

La partida temporal del padre. ¿Cómo saber que era temporal? El derrumbe de esa mujer que era la madre. Su manera de resurgir en toda su fuerza ante ella misma, ante sus hijes: "Mi madre estaba al frente del salón que el grupo ocupaba en la parte trasera de la iglesia en San Ángel. La misma en que se casó, la misma en que yacen sus cenizas en la urna contigua a la de mi padre...  Las invito, nos dijo a mi hermana y a mí —mi hermano, ya lo he dicho, no vivía en la Ciudad de México—, a mi segundo aniversario... admiración. Mi madre contaba su tránsito del beber imparable al control día a día que había logrado apoyada por el similar empeño de sus compañeros... Nos compartía el abismo y esa fuerza de la que estaba hecha. Atestigüé la sinceridad de su naufragio y la naturalidad de su recuento. Comprendí que mi madre había regresado de las tinieblas". 

Como en la letra de esa inolvidable canción "Las hojas muertas": Los recuerdos y también los remordimientos. Es bastante más bonito y exacto en ·francés "regrets". Todo lo que una escuchó mal o no lo suficientemente bien, porque por más que la realidad nos grite lo contrario una madre y un padre siguen siendo, como en la infancia: inmortales. "Si ya no podría caminar, como ya no lo hizo, ni siquiera incorporarse de la cama porque perdió la autonomía del torso, ¿por qué no haberle dado ese gusto, ese paseo en silla de ruedas, en carriola por el parque de su circunstancia? Solo pedía un auxiliar ortopédico. Estaba atrapado". La tan difícil toma de decisiones ante el avance de las traiciones de los cuerpos. El estupor. El pánico. Las palabras inentendibles de los especialistas. Elegir a marchas forzadas. Ese malentendido implícito en la frase falsamente bordada de esperanza: "alargar la vida". "Cuando omitimos revelar (le) el tiempo que le quedaba de vida", escribe Mónica. Quizá hay "omisiones" que llevan su intensa carga de amoroso llamado al milagro.

"Últimos días de mis padres" es el testimonio de un duelo repleto de vida. De una pérdida cosida a la piel por el amor y el acompañamiento. La mejor manera en que puedo resumirlo -entre las emociones que la lectura me deja- es la pasión por las sobremesas. Las sobremesas largas implican que una familia tiene deseos de compartir, que existe el anhelo de escucharse unes a otres, que se mantienen hilos en común a pesar de las diferencias. Que algo esencial del pasado se conserva y permite construir presente y futuro. Aquellas sobremesas en los espacios abiertos como la constatación -cada vez- de que gracias a tanto y a pesar de tanto, la mejor elección cuando es posible sigue siendo "hacer piña". Gracias Mónica. De tus pérdidas a las mías. A las nuestras.