SECRETOS DE FAMILIA

Los secretos familiares

¿Cuántos secretos? ¿cuántas prohibiciones? ¿cuántos silencios? La negación absoluta de que existe un secreto. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Las dos hermanas y el hermano de aquel niño muerto tienen hoy entre 85 y 92 años. Aún ahora es casi imposible hablar con ellos de esa realidad que surge –a trompicones– como en medio de una nebulosa: la pérdida durante la infancia del tercero de los hermanos. Ninguno de los tres sabe con exactitud de qué edad murió el hermanito. Tampoco cuál fue la enfermedad que padeció, ni qué edad exacta tenían Alberto y Beatríz, el hermano y la hermana mayor cuando sucedió. La hermana mayor recuerda que inmediatamente después del novenario, el padre le ordenó a la madre deshacerse de todos los objetos del niño y empacar. La mudanza fue casi inmediata. La siguiente orden fue igual de rotunda: nunca más nadie podía pronunciar el nombre del hijo perdido. Nadie. Ni siquiera la madre.

Para cuando Beatríz pudo por primera vez hablar del hermanito perdido, ya tenía cuatro hijos, y se lo contó de golpe a su hija adolescente. Beatriz no tenía memoria del niño, pero tampoco tenía las palabras que sus adultos significativos podrían haberle transmitido con respecto al niño. Pablo existió. Murió. Se mudaron de casa. Estaba prohibido nombrarlo. La madre de Pablo (es decir, la abuela de la adolescente) tuvo una depresión. Punto. El tema surgió un día del cumpleaños de Carmen, la hermana menor. Beatriz le dijo a su hija que su hermana había nacido en una situación muy desafortunada: la madre estaba tan triste que no podía ni siquiera mirar a la bebé, fueron ella y su hermano quienes le eligieron su nombre. 

La madre a la que le prohibieron nombrar a su hijo muerto, no pudo nombrar a su hija recién nacida. Ni ocuparse de ella. Nadie recuerda quién se ocupó de los tres hijos de la madre deprimida. ¿Quién los cuidó? ¿cómo crecieron? A nadie tampoco se le había ocurrido mencionarlo. Lo que la nieta vivió desde que tuvo memoria fue la “misteriosa” enfermedad de la abuela. Todas las personas alrededor mencionaban lo inexplicable de su “mal”. La “mala suerte”, “la desgracia”. “¿Quizá los genes?” En el pueblo le llamaban “mal de nervios”, los médicos lo llamaban “neurastenia”. Depresiones, crisis de angustia, pérdida de movimiento, ataques de pánico, alucinaciones. Era terrible el desfile de los síntomas. Una mujer con un dolor oculto y profundo, pensaba la nieta. Pero, ¿de dónde podía venir ese dolor? ¿cómo había crecido la abuela? Nadie jamás mencionó al niño muerto. Hasta esa tarde en la adolescencia, jamás escuchó que alguien en un segundo de empatía dijera: “perdió a su hijo. Es el dolor por la pérdida de su hijo”.

¿Quizá a nadie se le ocurrió que el dolor de una pérdida de esas dimensiones y la prohibición de compartirlo, pudiera ser la causa de su enfermedad? Como escribe el psicoanalista Serge Tisseron: “El problema es no solo que no se transmite el secreto, sino la negación absoluta de que existe un secreto”. No había manera de vincular la enfermedad con la pérdida, dado que no había pérdida. El abuelo decidió que la manera de evitar el sufrimiento era negar la muerte del hijo. Anular el duelo. Era un hombre duro. Hermético. A saber cuántos duelos había ya ido anulando en el camino. Pertenecía a la generación que vivió la Revolución mexicana. ¿Cuántos secretos? ¿cuántas prohibiciones? ¿cuántos silencios?

Aún cuando la nieta escuchó hablar –por fin, en la adolescencia– de la muerte del hermanito de la madre, tuvieron que pasar muchos años para que ella misma fuera capaz de imaginar el puente entre la pérdida, la prohibición de vivir el duelo y el daño emocional intenso que padecía la abuela. También lo padecía la madre, de otra manera. Fue hasta ese momento que la nieta pudo comenzar a desarmar lentamente los fantasmas que acompañaron para ella –desde siempre– al “mal” de la abuela. Cuando a las/los niñas/os no se les explica qué sucede, no les queda más que imaginar. El “mal” de la abuela era ese “algo” inexplicable y amenazante que le sucedía a las mujeres. Llegaba misteriosamente a una vida y se instalaba sin esperanza de cura. Era una condena a la infelicidad. Algo que la amenazaba a ella, la niña, tan pronto como creciera. 

Una persona decide (el abuelo, en este caso) que un hecho debe desaparecer de la historia familiar. Quizá lo piensa como una manera de proteger a la familia, pareciera, sobre todo, una manera de protegerse a sí mismo/sí misma: que no se nombre lo que él/ella, no puede soportar. Una vez que la negación se decreta, existe una presión muy fuerte, con escasas palabras y/o sin palabras, para que cada persona entienda que la regla –absoluta– es el silencio y el “olvido”. Una amenaza sobrevuela para quien rompa la regla: la exclusión del clan al que se supone estaría traicionando al intentar indagar la verdad. No solo, la amenaza sugiere que indagar, nombrar, sería irresponsable, quien se atreva destruiría la estabilidad y la cohesión familiar. 

Muy pronto ya nadie sabe por qué guarda silencio, ni siquiera se es consciente de estarlo haciendo. Por generaciones pueden guardarse secretos dolorosos que sería tan libertario poder hablar, para que el pasado –reconocido y aceptado– permanezca en su lugar de pasado. Los secretos familiares llaman a un corte de la comunicación que se extiende mucho más allá del secreto. Familias que pueden pasar una entera comida sin pronunciar una palabra, sin hablar de nada importante, sin compartir sus emociones. Familias en las que el valor de las palabras no encuentra su verdadero sentido. Quizá si esas omisiones, esos silencios se acercan a lo que hemos vivido, podríamos comenzar a indagar.