TENOCH HUERTA Y EL RACISMO

Orgullo prieto

Tenoch Huerta escribe en “Orgullo prieto” sobre todo, un testimonio muy valioso, y con un análisis del por qué de la discriminación y sus inimaginables niveles de negación. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Rescatar la palabra “prieto” de entre los entretejidos del discurso discriminatorio. Arrebatársela al agresor/la agresora de la boca para convertirla en una reivindicación. Un desafío. Un orgullo de la pertenencia.  “La prieta”, escribió Gloria Anzaldúa en su texto autobiográfico de 1981, y el adjetivo se fue deslizando hacia sus nuevos contenidos. “Orgullo prieto” es el libro escrito por el actor Tenoch Huerta y recién publicado por Editorial Grijalbo. Lo dedica a sus dos hijas y a sus dos sobrinas. A esas nuevas generaciones que, está convencido, se alejan cada vez más de la rigidez de los estereotipos para abrirse a la diversidad en sus muy distintas formas. “En México no somos racistas”, cita Tenoch, y es una frase que todas/os hemos escuchado cientos de veces. Me sorprende tanto como a él. El racismo cotidiano nos atraviesa de tal manera que resulta muy difícil imaginar la recurrencia de la negación.

El racismo, tal y como Tenoch señala, queda encubierto por “el clasismo”. Bastante mal encubierto, por cierto, porque existe en toda su especificidad y estalla en la naturalización de las frases más brutales: “Hay que mejorar la raza”. Tenemos más que claro lo que significa: moverse de clase social no basta, para moverse de fondo es necesario “blanquearse”. Eso sería “mejorar”. Negar la intensidad del racismo es intentar ignorar cómo las familias mismas están partidas hacia adentro por lo que Hortensia Moreno llama “el colorímetro”. ?¿De verdad no lo hemos visto? ¿Podríamos afirmar que no lo hemos experimentado en la piel misma? Porque cuando conversamos de manera íntima con otras personas escuchamos constantemente frases como heridas: “qué mala suerte que estés negrita”’, “mi hermano era el preferido porque es más blanco”, “salistre a la familia de tu padre, pareces india”.

En lo personal, la vivencia de cómo “el colorímetro” marcó a mi familia es una de las experiencias más dolorosas de mi vida. Literalmente: nos partió. ”Quizá una de las cosas más tristes que esto provoca es que dentro de las familias existan favoritismos cuando uno de los hijos o hijas tienen la piel más blanca o de un tono más claro que el resto... Dentro de las familias mexicanas, incluida la mía, reproducimos micro agresiones racistas”. Tenoch nos convoca a escenas, como en una obra de teatro, en las que el hostigamiento propio a los estereotipos racistas –y a quienes se sienten con el divino derecho a ejercerlo– se evidencia: El portero de un edificio que le pregunta si “va a subir con la señorita o la va a esperar afuera”, el mesero que le comenta que puede pagar con su tarjeta “si tiene saldo”.

Su agente que intenta explicarle en los mejores términos que es difícil buscar –en toda libertad– un papel para él, porque “se ve muy mexicano” y esa “definición” lo encasilla entre el “sufridor” y “el villano”. Termina entendiendo que en México, “verse mexicano”, es muy malo. “La racialización (los atributos que se dan a un grupo racializado desde el prejuicio) no depende de ti ni tiene nada que ver contigo: depende de cómo te lee el contexto en que te encuentres. El racismo no es inherente a los individuos racializados, sino a cómo son percibidos por los otros”. En pocas palabras y como Tenoch lo escribe muchas páginas después: “no hay nada en tí que esté mal”. Lo que es indispensable transformar es una sociedad en la que el racismo es, como la misoginia, un muy grave y negado problema estructural. A diferencia de otras culturas en las que el racismo pasa por diferencias que lo evidencian: la discriminación que Tenoch señala en Estados Unidos, la de los blancos hacia los afroamericanos, en México es bastante más complejo, incluye una buena parte de verguenza y de rabia contra nosotros mismos. 

Para el “blanco”, el “prieto” es ese otro que desearía le fuera muy  ajeno. Solo que ese “otro” puede ser su hermano.Tenoch nos comparte una escena de su infancia: ?“Aquella señora, aunque era morena como nosotros, sufría de todas las opresiones que puedas imaginar: era mujer, anciana e indígena. No tenía estudios, por lo tanto no sabía leer. Era empobrecida. A ella se le juntaban todas las capas de opresión que pudiéramos sumar en este país racista, clasista, machista y culero. Nosotros, los niños violentos, éramos hombrecitos y para nada nos sentíamos indígenas. Éramos prietos, sí, pero ‘por lo menos’ no éramos ‘indios’. ‘Por lo menos’ no andábamos recogiendo basura y cartón... ‘Por lo menos’ no éramos ella”.

El pequeño Tenoch había aprendido lo que aprendemos y más o menos va así: “discrimina, coloca al otro en el papel del ‘jodido’, del más pobre, del sin esperanza. Hazlo, porque así te salvas”. Cuánto es necesario cambiar/nos para entender que en la perpetuación de las violencias simbólicas (como las llamó Bourdieu), nadie se salva. Quien discrimina se envilece a cambio de humo: la fantasía de su superioridad por el solo hecho de existir. Discriminar es habituarse a vivir a costa de otres. Describiendo su encuentro con un novelista nos cuenta: ?“Como él y yo venimos de lugares similares, este cuate esperaba que yo, como él, gracias a que ahora gano más lana y he logrado el estatus que me da mi trabajo, me asimilara a mi nueva clase social, al grupo dominante y mandara a volar mis orígenes, que los desconociera, que volteara hacia atrás (o hacia abajo) y les dijera: ‘¡Adiós, pinches jodidos, el pobre es pobre porque quiere!’”.

Tenoch escribe sobre todo, un testimonio. Muy valioso y con un análisis del por qué de la discriminación y sus inimaginables niveles de negación. Por momentos muy íntimo. En ese sentido, escribe un “lo vivido” y sus más allá. Es un actor y es un activista en “Poder Prieto”. Su talento y sus esfuerzos, como él dice, “le acercaron el micrófono”: “Me doy cuenta de que al escribir este libro, no le hablo a México en el sentido abstracto, sino que le estoy hablando al morrito que va en ?el micro, a la morrita del metro que piensa que todas esas caras blancas que ve en los espectaculares vendiéndole una vida perfecta, que van manejando carros de lujo, que aparecen en fotos de redes en sus vacaciones en Europa, se merecen todo eso y ellos no… sean leales a su origen y desmonten el sistema. Quiero que lo desmantelen porque esos morros soy yo”.